Empezar con una canción de Pablo Alborán y no tardar más de diez minutos en nombrar al presidente del Gobierno les da la razón a muchos, pero ver como Enric Auquer se sube con más lágrimas que palabras a dedicarle su premio como mejor actor revelación a su madre y saber que el cabezón le dará más trabajos este año, le da la razón a los Goya.
Los Goya hay que verlos, aunque sea para poder decir que han vuelto a ser un aburrimiento. Aunque sea para que no dejen de celebrarlos cada año. Esa es la rutina, de "menudo coñazo" a "que dejen de hablar de política" pasando por un "por fin se lo dan a ella, al fin lo consigue él".
Detrás de ese espectador con ansias de darle al cine español un nuevo revolcón, están los datos. Los datos de lloros, llantos, risas, emociones. Los nudos en el estómago en cada sala de cine que no continuarían de la misma manera si una vez al año no les dijéramos a sus artífices que lo están haciendo bien.
No nos gusta lo nuestro ni cuando lo aprueban desde fuera. Nos avergonzamos de nuestras bromas, de nuestros discursos, de nuestros sentimientos. De cómo los narramos. Pero cómo contar España sin Almodóvar, cómo hacerlo mejor que Amenábar. Cómo enseñar a todas las Benedicta Sánchez del país sin darle un premio a la primera que las representa, cómo recordar a los de las ciudades que somos un lugar de pueblos, de plazas; si no los enseñamos en las pantallas.
El humor de Abril y Buenafuente nos parece ridículo en la pantalla y lo usamos en la barra del bar
Nos dedicamos a nosotros y les contamos a los más jóvenes que nos siguen importando nuestros poetas, nuestra guerra, nuestra pobreza, nuestros miedos. También les traemos Pepa Flores. Su trabajo, su vida y su "ya no puedo más" gritado en silencio. Y al humor de Silvia Abril y Andreu Buenafuente, simple, fácil, que nos parece ridículo en la pantalla y lo usamos en la barra del bar.
Los premios Goya cometen el mismo error que España. Tienen los mismos dones. Nos muestran tal y como somos. Un país que vive la política con fuerza, que sigue hablando de unos y otros. Un lugar en el que nos parece absurdo que los demás hablen de sus madres y de sus hijos al recibir un premio, pero en el que nadie se resistiría a hacerlo.
También una sociedad en la que intentamos reivindicar el feminismo y cuando tenemos la oportunidad de llegar a lejos nos montamos una superheroína cutre, sin fondo y sin fuerza para hacerlo. En el que buscamos igualdad pensándonos mejores que los de enfrente. En el que en vez de mostrar lo mejor de nosotros, enseñamos lo peor de los demás.
Un país que se da revolcones, que se deja en ridículo, que se avergüenza de sus palabras y de sus lloros. Que todo eso lo enseña en el cine. Que al final se premia a sí mismo.
Empezar con una canción de Pablo Alborán y no tardar más de diez minutos en nombrar al presidente del Gobierno les da la razón a muchos, pero ver como Enric Auquer se sube con más lágrimas que palabras a dedicarle su premio como mejor actor revelación a su madre y saber que el cabezón le dará más trabajos este año, le da la razón a los Goya.
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