Al sanchismo sólo se le puede poner alfombra roja, baldositas amarillas, coros de oompa loompa, guiones de Freixenet con el presidente saliendo de la piscina como una sirenita con esmoquin que desova. Cuando los periodistas hacen preguntas en vez de reverencias japonesas, Sánchez pone cara de fastidio o saca la diadema de dientes de la Pantoja, Ábalos se encara como un comensal de mesón molesto, todavía con la servilleta de cuadros al cuello, y hasta la vicepresidenta Teresa Ribera, que es así como la mujer del tiempo del Gobierno y maneja las borrascas con las manos, como si fueran cortinas, se rebota. Le ha pasado con Alsina, que no estaba para hablar sólo del tiempo cuando el país anda pendiente de saber si somos ya una república de guayabera o de chándal de papagayo o de espías con orejeras y maletín con grillete.
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