Al sanchismo sólo se le puede poner alfombra roja, baldositas amarillas, coros de oompa loompa, guiones de Freixenet con el presidente saliendo de la piscina como una sirenita con esmoquin que desova. Cuando los periodistas hacen preguntas en vez de reverencias japonesas, Sánchez pone cara de fastidio o saca la diadema de dientes de la Pantoja, Ábalos se encara como un comensal de mesón molesto, todavía con la servilleta de cuadros al cuello, y hasta la vicepresidenta Teresa Ribera, que es así como la mujer del tiempo del Gobierno y maneja las borrascas con las manos, como si fueran cortinas, se rebota. Le ha pasado con Alsina, que no estaba para hablar sólo del tiempo cuando el país anda pendiente de saber si somos ya una república de guayabera o de chándal de papagayo o de espías con orejeras y maletín con grillete.
Alsina le hubiera preguntado lo mismo a cualquier ministro, incluso a Pedro Duque, que no es C3PO como muchos creen, sino un miembro más del Gobierno. O sea, lo que le preguntó a Teresa Ribera: si los ministros conversan sobre lo que van a hacer por la noche, como parece que hizo Ábalos con Marlaska, y cómo se pasa de ir a recoger a un colega al aeropuerto, o a tu cuñado del casino, a ir de delicadísima misión diplomática con pasos de la Pantera Rosa. Eso, y si Maduro es o no para el Gobierno español un presidente legítimo. Pero Ribera, que es más de oposiciones que de política (les pasa a muchos ministros, que sólo parecen jefes de carteros), se mosqueó.
La pregunta no estaba en su temario, en el guion de su ministerio, que por cierto es complicado porque debe mantener la tensión entre El lago azul y un apocalipsis de huracanes y abejas, y la ministra se puso subidita. “Le pregunta usted a los interesados y es más sencillo”, “me imagino que usted querrá hablar de otras cosas”… Hasta se puso a decirle a Alsina los temas en los que debería estar interesado: el temporal, los retos modernizadores y quizá la importancia de los relojes de patata en nuestro futuro. No contestó a lo de Maduro, escurriéndose en el “afecto” y la “preocupación” por Venezuela. Y llamó a lo de Ábalos “anécdota” y a la vez “operación”, que son lo contrario: o fue casualidad o fue un plan.
Esto no ha pasado sólo porque Alsina sepa muy bien ir a pescar ministros de mañanita, como truchas con un ojo enfangado todavía. Ni porque Teresa Ribera parezca tener un ministerio encargado sólo de las cajitas de cerillas y de trapos y de gusanos de seda del país. Esto pasa porque, primero, lo de Ábalos no tiene ninguna explicación que les deje bien. Y segundo, porque no hay ministro que sepa qué contestar cuando ni su jefe sabe qué va a decir dentro de un rato. Sánchez, se ponga esmoquin para una fiesta decadente o se ponga bañador para hacer de sirenito, acaba siempre en el juego de la botella, así entre universitario americano y anuncio de Martini.
Con Sánchez no hay política de comunicación posible, sólo apuestas del momento, que para eso es el esmoquin, para tirar una ficha en Cataluña, en Podemos o en un escote
Lo de Sánchez es un caos. No son ya dos gobiernos intentando no parecer un sidecar sin perno, sino un PSOE reducido a aplausómetro del presidente y unos socios que van detrás de cada cambalada sanchista a ver qué pueden pillar de él, como de un borracho o de un rey loco. Con Sánchez no hay política de comunicación posible, como no hay en realidad ninguna política posible, sólo apuestas del momento, que para eso es el esmoquin, para tirar una ficha en Cataluña, en Podemos o en un escote, da igual. El supuesto genio Iván Redondo parece guiarse por los horóscopos, por los posos del café de cada mañana o por los recortes de uñas de Rappel. Lo que ocurre es que ha tenido la suerte de estar en una España posmoderna y pasota que cree en todo eso.
Pobre ministra Ribera, que es ministra como de Avatar igual que podría haber sido ministra de El Rey León si le hubiera servido a Sánchez. Pobres ministros, todos un poco como Pedro Duque, como C3PO intentando usar su lógica entre las pasiones, rabietas y contradicciones del “amo”. No son únicamente los ministros que Sánchez puso para su Navidad o para su rastrillo o para su coro. Les pasa incluso a los políticamente más recios, como Calvo y Ábalos. Le pasa incluso a Iglesias, que ahora puede parecer Iñaki Gabilondo. Le pasa, por supuesto, al mismísimo Sánchez, aunque él cree que nadie se da cuenta si luego guiña un ojo o lo espeja con monóculo, según le ha dicho Redondo. Van todos de la barbaridad al ridículo y de la excusa al renuncio. No hay manera de llevar esto. Por eso el sanchismo no quiere periodistas, sólo coreografías con helicópteros y selfis poligoneros y carmín en la solapa. Sin preguntas: el presidente sólo hace galopadas sin camisa y anuncios de Anaïs Anaïs.
Al sanchismo sólo se le puede poner alfombra roja, baldositas amarillas, coros de oompa loompa, guiones de Freixenet con el presidente saliendo de la piscina como una sirenita con esmoquin que desova. Cuando los periodistas hacen preguntas en vez de reverencias japonesas, Sánchez pone cara de fastidio o saca la diadema de dientes de la Pantoja, Ábalos se encara como un comensal de mesón molesto, todavía con la servilleta de cuadros al cuello, y hasta la vicepresidenta Teresa Ribera, que es así como la mujer del tiempo del Gobierno y maneja las borrascas con las manos, como si fueran cortinas, se rebota. Le ha pasado con Alsina, que no estaba para hablar sólo del tiempo cuando el país anda pendiente de saber si somos ya una república de guayabera o de chándal de papagayo o de espías con orejeras y maletín con grillete.
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