La culpa la tienen los supermercados, con su Navidad de manzanas, con sus pirámides de latas de Warhol, con su música de ortodoncista, con sus cajeras como musas del chicle. En el supermercado está todo el capitalismo, un capitalismo como americano que el nuevo Gobierno tiene que combatir siquiera por lo simbólico, yendo contra el Tío Sam que parece que dibujan en sus cajas de cereales. A lo mejor eso no ayuda mucho a nuestros agricultores, pero se trata de hacer guerra cultural y en eso estamos. Es una guerra del progresismo contra el capitalismo pero también del tendero español, como el bandolero español, contra los quarterbacks de hamburguesa y batido. Ahora que hasta Podemos está patriótico y ya aplaude al Rey como a Maduro, se puede hacer antiimperialismo con el supermercado y romance con el colmado.
Aquí éramos de mercado sin más, con su olor de matanza y de queso de pies y de salazón ultramarino, con la fruta caediza y caótica, con esas peras y esas sandías sin colocación ni calibrado, como señoras gordas del pueblo que van llegando. Éramos de mercado y de bodeguita y de panadería con la harina nevada en las mesas; el género era siempre como hijo de la casa y la compra ya era un paseo por el barrio, una visita a las comadres y un telediario del pueblo. Ahora no hay paseo ni hay charla ni hay amor imposible con el carnicero o la panaderita (como aquella de Boris Vian, la de La niebla). Hasta el género parece muerto, los calabacines son de plástico y todo huele a serrín de comida, a cera de frutas, a peluquería de repollos y a balneario de las merluzas. Eso es lo que hace el capitalismo, que es incompatible con la vida como bien dijo el ministro Garzón, y también es incompatible con el sabor de los tomates y en general con la alegría de la huerta.
Menos mal que el Gobierno de progreso va a intervenir los precios del súper o les va a mandar a inspectores soviéticos para las promociones de galletitas
Capitalismo e imperialismo, eso es el supermercado, que ya suena a tragantada consumista. Y un gobierno de progreso, pero sobre todo de gestos, de símbolos, de aupar iconos y tirar otros, no podía sino atacar eso, en una lucha españolísima y currante, como el Gambrinus de la Cruzcampo contra el Santa Claus de la Coca Cola, como el sifón contra el Manhattan. Tuvo que llegar la moda americana, la prisa americana, el pan americano como un pan para patos, las bebidas americanas como el tabaco americano o el cine americano, todo cowboys o todo infantilismo, y la gran superficie como esa iglesia de los domingos americanos, con musical de milagros. Tuvieron que llegar los supermercados como portaviones americanos, como coches americanos, de gran barriga y gran culo igual que su gente. El imperialismo grasoso y el capitalismo salvaje están ahí, en las ofertas obscenas de latas de atún, en el tres por dos en las mallas de patatas, que parecen así tesoros de pecio regalados, ánforas recién pescadas; en el tercer rollo de papel higiénico gratis, invitando a la decadencia del exceso, a esa fiesta de María Antonieta de irse por la pata abajo; en la tortita con sirope y en la mantequilla de cacahuete que nos han traído las Siete Hermanas.
La culpa la tienen los supermercados, con su luz y sus pasillos de casino, con sus cajeras igual que animadoras, con sus ofertas hechizantes de ambientadores, con su lujo de jamón york, con su despejada intimidad para parejitas, como la de los autocines. Menos mal que el Gobierno de progreso, el de los mil ministerios y las mil materias posmodernas, que suenan a las mancias de la TDT, se ha dado cuenta y va a probar lo nunca probado, va a intervenir los precios del súper o les va a mandar a inspectores soviéticos para las promociones de galletitas. Así volverá a prosperar la agricultura, siquiera simbólica o filosóficamente, como huertas de José Luis Cuerda. Y regresarán los tarros de bolas de caramelo, y los tenderos mandilones, y a lo mejor hasta los videoclubs.
La culpa la tienen los supermercados, con su Navidad de manzanas, con sus pirámides de latas de Warhol, con su música de ortodoncista, con sus cajeras como musas del chicle. En el supermercado está todo el capitalismo, un capitalismo como americano que el nuevo Gobierno tiene que combatir siquiera por lo simbólico, yendo contra el Tío Sam que parece que dibujan en sus cajas de cereales. A lo mejor eso no ayuda mucho a nuestros agricultores, pero se trata de hacer guerra cultural y en eso estamos. Es una guerra del progresismo contra el capitalismo pero también del tendero español, como el bandolero español, contra los quarterbacks de hamburguesa y batido. Ahora que hasta Podemos está patriótico y ya aplaude al Rey como a Maduro, se puede hacer antiimperialismo con el supermercado y romance con el colmado.
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