Con motivo de las últimas subidas del salario mínimo interprofesional –SMI– el Gobierno y sus medios de comunicación están felices y contentos con una conquista tan progresista y por tanto llena -según ellos– de virtudes sociales como de consistencia económica.
La virtud social se justifica porque es bueno que la gente tenga derecho a aumentos del salario mínimo, sin reparar en su racionalidad económica. El sostén ideológico de esta aspiración social lo proporcionó Eva Perón, con su famosa frase: “Toda necesidad social es un derecho”. Desde que la pronunciara, Argentina ha ido cuesta abajo, junto con la materialización de los mismos; porque una cosa es “predicar y otra dar trigo”. Es de suponer que nadie está en contra de que el SMI sea cada vez más elevado, si es que fuera posible pagarlo. De hecho, si es tan bueno subirlo, ¿por qué no elevarlo mucho más?
La consistencia económica de las subidas del SMI está reñida con la sempiterna e incuestionable ley de la oferta y la demanda -descubierta, por cierto, por los escolásticos españoles mucho antes que Adam Smith- según la cual cuando suben los precios baja la demanda y viceversa. Quienes defienden que con el SMI la demanda de empleo no resulta afectada, están implícitamente sosteniendo que la ley de la oferta y la demanda es falsa -toda una desfachatez intelectual- o que el mercado de trabajo se asemeja a los escasísimos supuestos -ciertos bienes de lujo- en los que un aumento del precio puede incrementar circunstancialmente la demanda.
La realidad del mercado de trabajo es otra, hasta el punto de que el vergonzoso liderazgo español en desempleo está sustentando en derechos peronistas que con la excusa de beneficiar a todos los trabajadores expulsan del mercado a los más débiles mientras consolidan el estatus de los empleados en los sectores más protegidos de la competencia -sector público y empresas ajenas a la competencia internacional-, lo que conlleva a la paradoja de que nuestros progresistas defienden los intereses de los trabajadores “ricos” frente a los “pobres”; es decir, “un mundo al revés”.
En España, cuando ha gobernado la izquierda el desempleo ha sido su inseparable compañero de viaje y, a su vez, cuando alcanzaba un nivel muy elevado, un argumento de peso para perder las elecciones
No han tardado en manifestarse los obvios y predecibles hechos reales que han acompañado las supuestamente bienintencionadas subidas del SMI: los servicios de estudios más prestigiosos han contabilizado el desempleo ocasionado por tal motivo, el sector agrícola se ha manifestado en contra ya que su nivel de productividad está por debajo del SMI, el importante sector turístico ve peligrar su competitividad, un creciente porcentaje del empleo doméstico ha pasado a la economía sumergida, algunas comunidades autónomas gobernadas por socialistas están en contra, los inmigrantes han visto mejorar sus incentivos para venir a España y, por fin, los trabajadores menos cualificados se están viendo excluidos de la posibilidad de trabajar.
Detrás de esta sinrazón económica y social existen razones políticas: la nueva izquierda cree que protegiendo con las mejores condiciones posibles de trabajo a la élite laboral antes descrita y haciendo dependientes del Estado de Bienestar a los marginados del sistema gana votos en ambos sectores sociales; lo que tristemente tiene sentido electoral a corto plazo.
Sin embargo, una economía dual como la descrita, nunca ha funcionado con éxito. Las sociedades duales que caracterizan los países en vías de desarrollo son el rasgo fundamental que los diferencian de los desarrollados, en los que la dualidad dio paso a la inclusión social.
En España, cuando ha gobernado la izquierda el desempleo ha sido su inseparable compañero de viaje y, a su vez, cuando alcanzaba un nivel muy elevado, un argumento de peso para perder las elecciones. Ahora con los comunistas-bolivarianos en el Gobierno, consumados expertos –allá donde han ejercido el poder– en evitar por todos los medios perderlo, no es seguro que una mayor y creciente dualidad social tenga fácil vuelta atrás.
Además de las subidas del SMI, las izquierdas amenazan la vigente reforma laboral que ha resultado decisiva en la recuperación económica del desastre de la crisis -que alargó el anterior gobierno socialista- al mejorar la competitividad de nuestra economía y sobre todo posibilitar la creación de empleo -algo felizmente inaudito- a tasas superiores a las del crecimiento económico.
Las principales amenazas se refieren a la recuperación de la vigencia de los convenios sectoriales y la ultraactividad de los mismos. Ambos supuestos están enfrentados a la innovación y la competitividad de la economía, incuestionables factores esenciales del crecimiento económico y la prosperidad social.
Una consumada característica del pensamiento económico socialista es su desinterés por el crecimiento económico, ya que lo suponen milagrosamente dado, por lo que sólo se ocupan de su distribución social. Pero ignorar el crecimiento económico y las razones que lo posibilitan solo puede llevar a la decadencia de las naciones, algo triste y ampliamente experimentado.
En una economía abierta como la española, gracias a la última reforma laboral hemos conseguido una triple hazaña histórica: aumentar nuestra cuota de exportación en el mercado mundial, aumentar la tasa de exportación sobre el PIB que ha superado a las de Francia, Reino Unido, Italia..., y obtener sistemáticas y recurrentes balanzas de pagos positivas que están rebajando la deuda externa.
Una razón de mucho peso y raramente explicada es que los sectores más exportadores: automóvil, alimentación y bebidas, consultoría, etc. carecen de convenios sectoriales; es decir, sus empresas no están obligadas a cumplir todas unas mismas condiciones de trabajo, sino que se adaptan libremente a través de sus inteligentes convenios de empresa a las variables condiciones del mercado.
La recuperación de la vigencia de los convenios sectoriales, una institución de origen fascista –la Italia de Mussolini- que en España fue adoptada con el apelativo de “ordenanzas laborales” –que habla por sí mismo- sería un dique contra la innovación empresarial y la renovación de los tejidos productivos ya que las empresas instaladas dictan -sin consultarlas– las condiciones de trabajo de las nuevas. Una completa aberración, ya que la prosperidad de las naciones está estrechamente vinculada a lo nuevo. En EEUU hace décadas que todo el empleo neto es creado por los nuevas empresas, mientras que las pérdidas de empleo las producen la viejas.
Regresar a convenios “ultraactivos”, es decir, que no puedan menoscabar sus condiciones, es completamente absurdo: ¿acaso los mercados no cambian, ni las tecnologías, ni las formas de trabajo…? Está archidemostrado que las empresas que no se adaptan dinámicamente a los mercados desaparecen. Durante la última crisis económica España destruyó más empleo que los demás países gracias a una política económica alocada, que aceleró la subida de los salarios y con ellos el desempleo; mientras que Alemania los contenía y mantenía el empleo.
Son tan evidentes las razones dadas, que insistir en subidas del SMI incompatibles con la productividad del trabajo y desmontar las demostradas virtudes de la reforma laboral solo se pueden justificar por las anacrónicas razones ideológicas tan bien descritas por el profesor Huerta Soto: “El socialismo se debe definir como todo sistema de agresión institucional y sistemática contra el libre ejercicio de la función empresarial”.
Sólo que los países que más lejos han llegado en este ejercicio socialista siempre han logrado resultados deplorables. Por cierto, los países escandinavos están muy lejos de esta definición más propia del sur de Europa y los países iberoamericanos. Y así les va.
Con motivo de las últimas subidas del salario mínimo interprofesional –SMI– el Gobierno y sus medios de comunicación están felices y contentos con una conquista tan progresista y por tanto llena -según ellos– de virtudes sociales como de consistencia económica.
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