Teresa Rodríguez no venía de esos laboratorios universitarios de posmarxismo de alambique, donde el pobre es esférico como en un problema de física escolar. Ella venía de las marchas a Rota, de pisar la carretera hacia la base ya como la cubierta de un portaviones, y de ver al pobre de verdad con su ropa y sus manos de espantapájaros doblado por el sol como los mismos campos de Andalucía. Sin ser ella obrera, venía de esa izquierda clásica mojada en el hollín y en la tierra igual que sus aperos, sin tanta teoría ni tanto gurú. Por lugar y por edad, estaba lejos a la vez de esa nueva izquierda cuántica de Somosaguas y también de esa otra izquierda funcionaria de sus tenderetes que acabó aburguesada por las concejalías de fiestas y los pactos con el PSOE. O sea, que ella se mantuvo antigua y tiznada como una bandolera española, una partisana italiana o una campesina rusa. A IU le criticaba que no tuviera en cuenta a las bases, por eso terminó en Podemos, que parecía que iba a hacer nuevos soviets de gente con bocata y Facebook. Luego se fue viendo que no, Teresa empezó a ser incómoda y a sentirse incómoda, hasta que ha roto con Iglesias para volver a ser otra vez una carbonera rebelde o una andaluza de lata de aceite con bieldo novecentista.
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