No es casualidad que Fernando Garea fuera desahuciado de su puesto como presidente de la Agencia EFE por sus desavenencias con el Ejecutivo. Moncloa tiene la potestad de designar y de destituir a los presidentes de estas empresas públicas para garantizar que, ante una pérdida de confianza, estas entidades tomen el rumbo que considera más conveniente. Algo que resulta inquietante, dado que el hecho de tomar decisiones a partir de una variable tan subjetiva podría provocar que se escojan antes a los obedientes que a los buenos gestores. Eso explica el mal funcionamiento de una parte de la Administración.
Tampoco fue fortuito que una de las primeras decisiones del Gobierno de Pedro Sánchez fuera situar a una persona de su confianza al frente de RTVE. Tienen los políticos una especial fijación por las televisiones públicas porque, en ocasiones, se han convertido en sastrerías especialistas en la confección de trajes a medida. También, evidentemente, porque cuentan con un presupuesto anual de dinero público y, ya se sabe: siempre hay amigos en las productoras a los que es necesario cuidar.
José Pablo López es director de Telemadrid desde febrero de 2017 y está en apuros desde que Isabel Díaz Ayuso accedió al trono de la Comunidad de Madrid. Como todo rey quiere su propio pintor de cámara y López accedió a su puesto en una etapa anterior, digamos que el Partido Popular está haciendo todo lo posible para situar a una persona más afín al frente de la radio-televisión pública.
Lo está haciendo con todas las armas de las que dispone. Entre ellas, la del inexplicablemente redivivo Miguel Ángel Rodríguez, antiguo -histórico e histriónico- portavoz del Gobierno, amplio conocedor del negocio de las productoras audiovisuales y habitual en la crítica a Telemadrid. El partido también ha situado en primera línea de fuego a Almudena Negro, su portavoz en la Comisión Parlamentaria sobre este servicio público, quien, la pasada semana, acusó a López de no guardar lealtad al Gobierno autonómico.
El aludido, contestó que, en todo caso, su obligación era la de ser leal a la Administración, pues la televisión pública no es propiedad del Gobierno. Curiosamente, lo mismo que dijo Garea a la plantilla de EFE en su carta de despedida.
Medios públicos
Sobre José Pablo López se puede decir que su elección, concurso público mediante, tuvo algún punto oscuro. Según denunciaron entonces fuentes del Consejo de Administración, el proceso por el que se eligió su candidatura -de entre las decenas que se recibieron- fue demasiado rápido, pues una mayoría del Consejo parecía tener demasiado claro, desde el principio, que era el mejor aspirante.
Su nombre fue refrendado posteriormente por el pleno de la Asamblea de Madrid con la abstención de Podemos y los votos favorables del PSOE, de Ciudadanos...y del Partido Popular. Desde entonces, su labor ha mejorado claramente a la de los directores generales precedentes, pese a que no se lo reconozcan los políticos de guerrilla y los medios que participan de los intereses del Gobierno autonómico; o, evidentemente, los que tuvieron jugosos contratos con la radio-televisión autonómica y los perdieron. Alguno, por cierto, hoy eurodiputado con una especial facilidad para dar lecciones de ética, moral y rectitud.
El problema es que los contratos que rubrican los responsables de este servicio público deben tener el visto bueno del Ejecutivo regional y, claro, desde el Consejo de Telemadrid se quejan de la existencia de un bloqueo que pretende estrangular a su director general para provocar su dimisión.
¿Qué es lealtad?
Habría que preguntar a la señora Almudena Negro si el hecho de cortar el oxígeno de esa forma a un servicio público y, por tanto, limitar la utilización del presupuesto que tiene disponible, constituye un ejercicio de lealtad. Porque, evidentemente, lo que persigue es la marcha de López para que Díaz Ayuso pueda impulsar la candidatura de un nuevo director general.
Convendría también que los partidos políticos españoles con representación parlamentaria decidieran de una vez por todas si están dispuestos a dejar volar libres a los medios de comunicación públicos.
También habría que sondear a sus trabajadores, muchos de ellos, contratados a dedo por el partido de turno, pues quizá sean ellos los que pueden dificultar la entrada de aire fresco a las redacciones, dado que eso podría perjudicar su labor propagandística. Y, por supuesto, a las productoras, que reciben contratos millonarios de estas empresas y que, en casos bien conocidos, no destacan especialmente por sus buenas prácticas.
En caso de que su intención sea la de volver a caer en el gatopardismo, lo mejor sería cerrar estas empresas. Porque escenificar un consenso o convocar un concurso público para que estas televisiones se mantengan bajo el control de los Gobiernos de turno -como en la práctica pasa en RTVE o en la À Punt del hipócrita de Ximo Puig, capaz de colocar a un diputado en su caro juguete audiovisual- resulta obsceno e innecesario.
Telemadrid no es ni mucho menos un medio peor ni más cautivo del poder político que hace 3 años en el terreno informativo. Al contrario. Sin embargo, si José Pablo López dimitiera y Díaz Ayuso se saliera con la suya, quizá lo mejor sería echar la trapa a la empresa.
Los ciudadanos no merecen que sus impuestos se destinen a plataformas propagandísticas de ningún partido, de las que emiten noche y día. Ni en Madrid, ni en Canal Sur, ni en RTVE, donde, por cierto, tanto callan ahora quienes hasta hace unos meses hacían la guerra contra el presidente propuesto por el Partido Popular.
No es casualidad que Fernando Garea fuera desahuciado de su puesto como presidente de la Agencia EFE por sus desavenencias con el Ejecutivo. Moncloa tiene la potestad de designar y de destituir a los presidentes de estas empresas públicas para garantizar que, ante una pérdida de confianza, estas entidades tomen el rumbo que considera más conveniente. Algo que resulta inquietante, dado que el hecho de tomar decisiones a partir de una variable tan subjetiva podría provocar que se escojan antes a los obedientes que a los buenos gestores. Eso explica el mal funcionamiento de una parte de la Administración.
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