Pedro Sánchez no pisa la tierra, nunca. Así que lo del avión es en realidad innecesario, accesorio y excesivo para alguien que vuela ya tirándose de la cinturilla del pantalón, a lo barón de Münchhausen, sin más propelente que su desodorante. Pedro Sánchez no pisa la tierra, y sentado en el Congreso se le ven las suelas de zapato de entierro, limpias, nuevas, sin usar, cuando se cruza de piernas como un faquir que levita sobre su escaño, especie de alfombra mágica. Pedro Sánchez no pisa la tierra nunca, y los aviones son, como ese escaño, una alfombra para que su corporeidad deje al menos sombra y volumen y no nos sobrecoja en exceso su poder.
Pedro Sánchez no pisa la tierra nunca, y a lo mejor por eso necesita siempre mucha gente que lo acompañe y lo lleve atado como un globo de cumpleaños, y que le acerque las cosas del mundo, que están lejos, tiradas, caídas por detrás de otras muchas cosas contra las que rebotaría alguien como Sánchez, que flota con una inercia agondolada de grandeza, barquillaje y volutas, como un galeón o un aeróstato de los Montgolfier. Así, hacen falta grandes y pesados coches negros, como pisapapeles volcánicos, para que Sánchez no se pierda en el cielo, y además un largo séquito de gente tirando de cuerdecillas y siendo su mano a ras de suelo, como esos ángeles heraldos o barrenderos de los dioses que se aparecen con nubecilla.
Pedro Sánchez llegó a Galicia para un acto de precampaña y llegó por supuesto en avión privado, un avión cáscara porque el que vuela, insisto, es él. En la pista, haciendo como un círculo megalítico, le esperaban no menos de diez coches para repartir entre todos la tensión de su antigravedad y repartirse también los muchos astrólogos, escribas y adoradores de su prodigio. Llevar a Sánchez por ahí por la tierra, al nivel del suelo, es como llevar una ojiva de antimateria, y a uno le parece normal todo este protocolo que es como el de transportar una gran pieza de refinería o de barco.
Hay mucha gente petarda que se escandaliza, pero es que Sánchez no puede rozarse con este mundo lleno de fachas, y de ultra-ultraderecha, y de leyes aristotélicas de la lógica incluso: estallaría todo en rayos gamma seguramente. De ahí que se tenga que meter en un esmoquin escafandra, o llevar gafas de villano radiactivo, o pasear por Times Square dentro de un exoesqueleto steampunk, o que necesite que muchos coches se muevan a su alrededor, como imanes protectores o rodamientos suavizadores. Si acaso, a Sánchez han logrado contenerlo con esos grandes campos magnéticos que se forman en palacios reales, cumbres mundiales, recepciones con agasajo y, por supuesto, en la cámara de burbujas de la Moncloa.
Hay mucha gente petarda que se escandaliza, pero es que Sánchez no puede rozarse con este mundo lleno de fachas y de ultra-ultraderecha
Pedro Sánchez no pisa la tierra, nunca. Tenemos un presidente que se hincha tapándose la nariz y que entonces ya es como un barco vikingo que vuela. Las leyes de la física, de la razón y de la política no se le aplican. Sánchez es una anomalía, es una singularidad, es un milagro. Es como un dios extraterrestre, que ni siquiera presta atención a las limitaciones que Santo Tomás puso al Creador: ni Dios puede hacer que algo verdadero sea falso, o viceversa, ni que una contradicción lógica deje de serlo, pero he aquí que Sánchez lo consigue. Ya ven el prodigio que tenemos de presidente, y todavía hay gente que se enfada y se subleva porque venga en avión babilónico o en el carro de Apolo o en un hipogrifo o sólo entre aureolas de Murillo, lo pague o no el PSOE. Gente que se molesta porque le vayan a atender con palanganas y a iluminar con menorás y a sostener en parihuela y a contemplar como una lluvia de oro y a dedicarle rezos supersticiosos como a un cometa.
Pedro Sánchez no pisa la tierra, nunca. No le afecta la gravedad como no le afecta la razón. Y no es que se haga escoltar por azafatos y quitapelusas y abanicadores y planchaalfombras y traegambas, es que mover un milagro es como mover una pirámide. Cualquier feria de la tapa te trae al alcalde junto con mil concejalillos, asesores, peritos, secretarios y gitanillas de Tío Pepe, y sólo para mostrar una croqueta como el Grial. Pero hay gente que protesta porque un milagro viviente levita por la política como por su piscina espejada, y desciende acompañado de águilas a la altura justa de las peanas, y hace coreografías de funcionarios y pelotas como de estorninos. Protesta incluso porque nos bendice con sus manos de Da Vinci, y nos otorga un progreso neolítico con su mirada de esfinge. Pedro Sánchez no pisa la tierra, nunca, y así nos ilumina con la visión de sus suelas limpias y de sus pies transfigurados, ahí cuando flota sobre el mundo como pavesas de alguna purificación, o sobre su escaño como un genio de botella que se corta poderosa y desdeñosamente las uñas.
Pedro Sánchez no pisa la tierra, nunca. Así que lo del avión es en realidad innecesario, accesorio y excesivo para alguien que vuela ya tirándose de la cinturilla del pantalón, a lo barón de Münchhausen, sin más propelente que su desodorante. Pedro Sánchez no pisa la tierra, y sentado en el Congreso se le ven las suelas de zapato de entierro, limpias, nuevas, sin usar, cuando se cruza de piernas como un faquir que levita sobre su escaño, especie de alfombra mágica. Pedro Sánchez no pisa la tierra nunca, y los aviones son, como ese escaño, una alfombra para que su corporeidad deje al menos sombra y volumen y no nos sobrecoja en exceso su poder.
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