La ministra Portavoz, María Jesús Montero, explicó ayer la reunión con la delegación de la Generalitat. La valoró como un éxito en sí misma y también por el compromiso de mantener un calendario de diálogo en dos formatos: mensual, para las de menor rango, y semestral para las citas en las que estarán presentes los presidentes y vicepresidentes.
El tema, pues, va para largo. Al Gobierno le interesa darle hilo a la cometa. Que dure, por lo menos, hasta que se convoquen las elecciones en Cataluña, para que Puigdemont y Torra no se puedan presentar con la campaña hecha sobre la base del fracaso del diálogo. La cuestión es que la duración de este partido no depende del Gobierno.
Montero habló de "puentes", de "normalización", de una "agenda del reencuentro", como si los congregados en Moncloa (quince en total: faltó Pablo Iglesias por una amigdalitis) fueran un grupo de amigos que hubieran acudido allí para hacer las paces después de una riña.
Torra, en su comparecencia con los periodistas, fue al grano. Dijo que le había planteado al Gobierno el "conflicto político" que existe con Cataluña y las demandas de autodeterminación y amnistía como única vía para resolverlo. Ante esas peticiones, dijo, el Gobierno no ha dado respuesta.
El Gobierno quiere negociar con los independentistas partiendo de cero, como si los hechos acaecidos en 2017 no hubieran existido
Antes de las dos comparecencias, Moncloa difundió el comunicado conjunto de la Presidencia del Gobierno y de la Generalitat de Cataluña en el que ambas partes reconocen, en efecto, la naturaleza "política del conflicto" y se comprometen a que los acuerdos que se alcancen se "formulen en el marco de la seguridad jurídica". Ni una sola referencia a la Constitución. Esto ya ocurrió con el acuerdo de Pedralbes y, posteriormente, en el pacto del PSOE con ERC.
La seguridad jurídica es una fórmula tan ambigua que en ella cabe todo. Por ejemplo, una reforma legal que permita la realización de un referéndum, o la reforma del Código Penal, ya en marcha. A los independentistas cualquier referencia a la Constitución les provoca urticaria y se niegan a firmar un documento en el que se marquen los límites que establece la Carta Magna.
El Gobierno, por tanto, ha cedido en algo fundamental, como es delimitar el marco de la negociación a la legalidad vigente. Además, ha permitido que en la delegación de la Generalitat entren personas que no están en el Govern. Alguno, como Jové, el llamado "arquitecto del procés", investigado por su participación en los hechos que dieron lugar a la apertura de la causa.
La posición de Pedro Sánchez es de bochornosa sumisión porque, como dijo el portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, durante la sesión de investidura, esta legislatura depende de su partido. Si el anterior gobierno del PSOE cayó al rechazar ERC los presupuestos, al gobierno de coalición con Podemos le puede ocurrir lo mismo. Habrá presupuestos si la negociación da frutos. Si no, Sánchez caerá.
Conscientes de su fuerza, aunque estén divididos, los independentistas comparten un objetivo: arrancar lo máximo posible a un Gobierno debilitado en la negociación que se acaba de abrir. Es verdad que el fracaso perjudica más a ERC que a los ex convergentes, pero a Junqueras no le van a fallar los reflejos a la hora de bajarse del barco a tiempo antes de que se hunda y así dejar así toda la responsabilidad del fiasco al Gobierno.
Reconocer el conflicto es una evidencia, como lo es su esencia política. Pero lo que ocurrió en Cataluña en 2017 desbordó por completo los límites de un conflicto político, hasta el punto de que la Generalitat impulsó una declaración unilateral de independencia.
Hace falta una elevada dosis de amnesia o de descaro para olvidar lo ocurrido. El propio presidente del Gobierno no sólo apoyó la aplicación del 155 en Cataluña, que se puso en marcha precisamente para frenar una posible secesión, sino que meses después (en entrevista con Susanna Griso) defendió públicamente que lo que había ocurrido era "clarísimamente un delito de rebelión".
No es solamente que se haya producido un desencuentro entre la Generalitat y el Gobierno por falta de diálogo. Es que la Generalitat, encabezada por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, lanzó un reto al Estado que provocó la mayor crisis política y de convivencia que se haya vivido en Cataluña desde el comienzo de la Transición.
La reunión de ayer no decepcionó, en el sentido de que nadie confiaba en que diera mayores frutos. Pero levantar expectativas, haciendo creer a los ciudadanos que se puede encontrar un punto medio entre la autodeterminación y la autonomía que reconoce la Constitución, es una irresponsabilidad.
Por desgracia, los independentistas tienen la sartén por el mango y la ronda durará hasta que Puigdemont se canse o hasta que electoralmente le interese.
La ministra Portavoz, María Jesús Montero, explicó ayer la reunión con la delegación de la Generalitat. La valoró como un éxito en sí misma y también por el compromiso de mantener un calendario de diálogo en dos formatos: mensual, para las de menor rango, y semestral para las citas en las que estarán presentes los presidentes y vicepresidentes.
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