El problema de las consideraciones políticas de Felipe González sobre la España de hoy y sobre los errores que se están cometiendo por parte del Gobierno de su partido es que nadie dentro de él está dispuesto a hacerle caso porque lo que dice, siempre en tono menor aunque se le entiende todo, suele ser crítico.
A José María Aznar no le pasa eso ahora mismo pero le pasó en tiempos de Rajoy cuando el primero desempeñaba un papel parecido al que cumple ahora el ex presidente socialista y hacía consideraciones muy críticas sobre la deriva política emprendida por su sucesor.
En ambos casos en sus respectivos partidos se les tachó de "traidores a la causa" y se despreciaron sus análisis con el argumento de que se trataba -de que se trata- de consideraciones de quien no está ya al tanto de la realidad contemporánea porque, al fin y al cabo, uno y otro -en estos momentos muchísimo más el uno que el otro- eran ya juguetes rotos, piezas anticuadas, cuyas reflexiones estaban viejas y fuera de lugar.
Hubo un tiempo en que lo que decía José María Aznar era fatal y deliberadamente ignorado por sus compañeros de partido, a quienes irritaba sobremanera todo o casi todo lo que se emitía desde FAES, impulsada en su origen por el Partido Popular, que acabó desligándose por completo no sólo política sino también administrativa y financieramente de la Fundación. Eso otorgó a los directivos de FAES una mayor libertad o por lo menos una mayor comodidad a la hora de exponer sus análisis relativos a la situación política española.
Ahora las cosas han cambiado considerablemente porque el presidente del PP Pablo Casado ha expresado innumerables veces que se siente heredero y deudor, probablemente más de José María Aznar que de Mariano Rajoy y de eso se deriva que el primer presidente del Gobierno del Partido Popular tenga en este momento una mayor influencia en las filas de su partido.
A González le pasa lo contrario. El ex presidente socialista ha pasado muchos años en riguroso silencio y se ha abstenido de emitir juicios críticos sobre la trayectoria y las estrategias políticas de los sucesores de su partido en el palacio de La Moncloa. Hasta muy recientemente, Felipe González no ha empezado a hablar y aunque lo sigue haciendo con extraordinaria cautela, sus correligionarios no soportan que formule objeciones e incluso le niegan la inmensa autoridad moral que le reconoce hoy el conjunto del país, también en la derecha política.
"Es la opinión de un militante más", decía despectivamente no hace mucho tiempo una dirigente socialista a propósito de alguna consideración de su en otro tiempo amadísimo líder. Y eso por no hablar de quienes dentro de su partido le acusan incluso de estar al servicio de los intereses de sus amigos multimillonarios. Pero Felipe González habla ya con mayor libertad -no total- y con mucha mayor frecuencia amparado en la Fundación que lleva su nombre y seguramente en relación directa con su grado de preocupación.
Uno y otro participaron ayer en un coloquio en el Casino de Madrid con el que se inauguraba el I Congreso Nacional de la Sociedad Civil con el sugestivo título de "Repensar España". Y ahí ambos coincidieron en que la moderación, la centralidad en la que está instalada la inmensa mayoría de la sociedad española no encuentra su eco en la clase política, que se está polarizando en los extremos de manera creciente.
La reclamación de que los partidos de Gobierno, que ahora mismo siguen siendo los que eran antes, es decir dos, el PSOE y el PP, vuelvan a encontrar espacios de acuerdo en las cuestiones fundamentales que afectan a la buena marcha de España, estuvo presente de manera constante a lo largo de sus intervenciones.
Sus correligionarios no soportan que Felipe González formule objeciones e incluso niegan la inmensa autoridad moral que le reconoce hoy el conjunto del país, también en la derecha política
En otras mesas redondas que se celebraron simultáneamente tras el fin del encuentro González-Aznar se incidió de nuevo en ese problema de raíz que sufre ahora mismo la sociedad española por culpa de su clase política: el abandono de la búsqueda de encuentros sobre las cuestiones esenciales para el desarrollo del país. Justamente lo que los líderes políticos de la Transición buscaron denodadamente y afortunadamente consiguieron encontrar y que fue lo que permitió que España diera el salto formidable en libertades y derechos políticos y también en bienestar económico y en justicia social, el mayor en toda su historia.
La cuestión más grave hoy es la de saber si aquel pacto constitucional está roto o a punto de saltar por los aires. Y, naturalmente, se comprobó que la preocupación se había instalado en el ánimo de todos los presentas que, lamentablemente sin embargo, tenían una característica común: eran todos, o la inmensa mayoría, hombres mujeres que ya no cumplían los 50 años. Allí no había jóvenes, sólo los del servicio de azafatas y de las mesas de admisión.
El discurso de la necesidad de una concordia esencial se dirigía, por lo tanto, a un público convencido de antemano que había vivido personalmente de una manera directa o como simples testigos activos los esfuerzos y las renuncias en aras de la construcción de un país en democracia plena en la que se superara el drama eterno de las dos Españas que había partido durante siglos a la nación por la mitad, debilitando irremisiblemente sus potenciales.
Ése es el problema: que las nuevas generaciones ignoran y por eso quizá desprecian de donde partíamos y lo que ha costado superar desencuentros que venían de cientos de años atrás. Y, mientras quienes ocupan el poder ahora mismo o pueden ocuparlo de aquí a poco no sean conscientes de lo que ayer se defendía como el gran logro de la Transición, ya pueden los mayores reivindicar una y mil veces aquel espíritu de encuentro como la clave del éxito del que todavía se nutre nuestro país, que todo esfuerzo en ese sentido recordatorio de quienes lamentablemente fuimos y quienes hemos llegado afortunadamente a ser resultará inútil.
Naturalmente, la cuestión catalana no podía eludirse en una reflexión colectiva como la que se estaba oficiando ayer en el Casino de Madrid. Allí no hubo nadie que suscribiera el punto de vista del actual Gobierno. Y, con matices varios, la opinión general era que se estaba poniendo en almoneda al Estado con serio riesgo de causarle daños irreparables.
Hubo un tiempo en que lo que decía José María Aznar era fatal y deliberadamente ignorado por sus compañeros de partido, a quienes irritaba sobremanera todo o casi todo lo que se emitía desde FAES
En este punto Felipe González fue menos dramático de lo que lo fue Aznar quien dijo que la sóla celebración del encuentro de ayer con los independentistas era un golpe devastador para la salud del país y de sus instituciones. Y aunque González procuró quitarle hierro al significado político de la mesa de negociación calificándola de mera "performance", no eludió sin embargo denunciar la causa de este desencuentro gravísimo entre el independentismo catalán y el resto de los españoles: la quiebra básica de la lealtad por parte de aquéllos, algo que en su opinión debería tener en nuestra legislación un castigo político de tal magnitud que nadie se atreviera nunca más a quebrarla.
González tampoco se fía de las intenciones de su sucesor en la presidencia del Gobierno y por eso advirtió que ni la autodeterminación ni la amnistía tienen cabida en nuestra Constitución, que puede y debe ser reformada, sí, pero de ninguna manera para desvirtuar el pacto de la Transición. No descarta tampoco González que Pedro Sánchez vaya a impulsar la reforma del Código Penal para reducir las penas al delito de secesión y modificar el tipo penal. Pero, siendo necesaria esa modificación, es "inoportuna", se limitó a subrayar.
En definitiva, una convocatoria para "Repensar España" en la que los asistentes al diálogo entre Aznar y González y al resto de las mesas redondas salieron reconfortados al compartir sus convicciones democráticas y sus preocupaciones por el futuro del país.
Pero en las intervenciones de ayer, y seguramente de las que se van a producir hoy en la segunda jornada de este Congreso Nacional de la Sociedad Civil quedó patente la evidencia de que es precisamente a esa sociedad, la llamada "sociedad civil", como si hubiera otra, a la que le cabe la tarea, mejor dicho la obligación, de hacerse presente con fuerza y más allá de cada convocatoria electoral para reclamar a los dirigentes políticos de todo el espectro, pero sobre todo a los de los dos grandes partidos, la recuperación de la centralidad en la que está instalada desde hace más de 40 años la mayoría de los españoles.
Esa es una tarea pendiente de todos nosotros, quienes nos reconocemos en la moderación que procura precisamente esa centralidad.
El problema de las consideraciones políticas de Felipe González sobre la España de hoy y sobre los errores que se están cometiendo por parte del Gobierno de su partido es que nadie dentro de él está dispuesto a hacerle caso porque lo que dice, siempre en tono menor aunque se le entiende todo, suele ser crítico.