A Perpiñán fue mucho la gente a ver a Marlon Brando untar la mantequilla, o sea, a hacerse la pajilla de la libertad, o a creerse que la libertad era como una pajilla. Una vez que el independentismo catalán se ha instalado en el autoerotismo de soga y fusta, ir a Perpiñán no significaba volver al antifranquismo de estación, ni a las estribaciones de la patria del pastor que regresa de la mili o del médico, sino al templo melancólico del alivio solitario. Brando parecía en aquella película más un pervertido de muñecas que de jovencitas, y la verdad es que Puigdemont tiene ya algo de señor que se ha encerrado a vivir con muñecas, como López Vázquez en aquella inquietante frikada que hizo una vez, No es bueno que el hombre esté solo.
Puigdemont habló el último y no mucho, vestido de oscuro y con una grasa de sueño o cansancio en el pelo, y a uno le dio la impresión de que, a pesar de toda esa cosa entre excursión al Palmar de Troya y festival de la vendimia que tenía el mitin y que tiene la causa, él sólo parece ya un hombre atrapado en un fetichismo grimoso de manos de cera y canesús, y al que no le da el sol, igual que a sus muñecas. O sea, mientras el independentismo aún hace merendolas con su fetichismo, Puigdemont se diría que está ya consumido por él, por una lepra de abrochar y desabrochar botones en sus fantasías.
Había declarado Perpiñán tierra catalana y hasta lo saludaban con un “bienvenido a Cataluña”
Puigdemont había llegado besando la tierra, como un Colón con peinado de Colón. Había declarado Perpiñán tierra catalana y hasta lo saludaban con un “bienvenido a Cataluña” por allí, cuando fue a un partido de rugby, deporte muy catalán, en el que hizo saque de honor y vuelta al ruedo con una bufanda gorda y como de viejo, como las almohadas de viaje. No quiero ni pensar lo que le queda a esa mesa de negociación, que ha empezado por el calendario y por echar a alguna abogada del Estado que les hizo pupa, pero no terminará hasta que se reconozca que Perpiñán y hasta la paella son catalanes.
Puigdemont venía reconquistando, venía como un Tarradellas que se bajó en otra parada, o sea que el acto prometía. Uno esperaba no un mitin, ni una misa de papa, sino una actuación de Shakira o de Katy Perry. Que Puigdemont apareciera montado en un tigre hinchable gigante o emergiera impulsado por confeti de una plataforma o volara con cables con silueta de kung fu. Pero salió al final, salió como con prisa o con apretón, salió como para apagar las luces o cerrar con llave. La apariencia de consenso, de unidad, ahora que se avecina la pelea a muerte en las autonómicas (sí, autonómicas), a lo mejor requería que Puigdemont no fuera Shakira sino algo así como Quique San Francisco cerrando la función, con un par de frases contundentes pero cierto olor a funerario y un adiós de ojos amarillos.
El acto no fue sólo Puigdemont, lo que nos permitió admirar toda esa rica iconografía del independentismo de yincana y maestroescuela, tan fiel que sigue comprando todas las estampitas mientras la curia se prepara para repartirse el poder real, que no está en repúblicas de El Palé, sino en eso que llaman con asquito el “Estado”. El indepe, mientras llega o no su Arcadia, sigue siendo alguien que tiene pinta de ir a clases de expresión corporal. Por ejemplo, una de las que presentaba el acto, una señora vestida como para una barbacoa pero con sombrerito de bibliotecaria de los años veinte, que saludaba a “Cataluña del Norte” y anunciaba que se había perdido un niño o que alguien se había desmayado. Pensé que el personal acabaría hablando en lenguas, pero todo se quedaba en exorcismos contra el Estado español y alabanzas cursis a su república, cargantes como esa gente que habla de Pericles. Eso de que la voluntad cruda o idealizada de un pueblo y de sus líderes esté por encima de la ley y de los derechos individuales no nos suena a civilización, pero con sombrerito de maestra azañista quizá todo se ve diferente.
Están todavía en la edad de los porros, la edad sociológica de los porros, quiero decir
El catalanismo, ya lo dijo Borges, es sobre todo esnob, así que mis momentos favoritos siguen siendo los del amaneramiento cultureta, con esos cantautores que salen sólo con guitarra y corona de espinas, a traernos las espigas de libertad de sus ripios. Están todavía en la edad de los porros, la edad sociológica de los porros, quiero decir. Tres cantautores sacados del río o de la pringosidad de una trenca de décadas, luchando por la libertad de los pueblos y del vello facial. Es el adolescentismo de una gente que pide libertades teniéndolas todas, más algún privilegio. Piden, incluso, y con pinta de faquir, la que ningún estado civilizado puede conceder: la de atropellar la libertad de los demás, sea para satisfacer sentimentalidades privadas o colectivas.
Los cantores de sacristía tenían que acompañar, claro, a los mártires. Los presos salían en vídeos, con su cara de relicario con un fondo de llamas de condena y música de muerto de los Óscar, mientras una voz de actor les hacía reverberar en la “victoria”, en la “esperanza”, en no sucumbir a la “rendición”. Turull, Forn, Rull, los Jordis como si fueran el Dúo Dinámico... Muy animoso y guerrero fue el de Junqueras, celebrando sus victorias con imágenes de la mesa de negociación (y del Tribunal Supremo): “Hemos obligado al Estado a hacer cosas que nunca hubiera querido hacer”. Es quien manda ahora, Junqueras, con sus llaves de fraile y sus cuervos mensajeros, o sea Rufián y tal. Puigdemont sólo tiene esa aura de superstición del que huyó de su entierro.
Ahora es otro europarlamentario friki entre otros muchos que sacan su bandera con águila bicéfala y su nación pequeña
Salió también en vídeo la tierna Marta Rovira, con emoción de quien es visitada en el sanatorio, con mantita por las rodillas. Ya en persona, Clara Ponsatí afirmó haber ganado contra “la maquinaria del Estado”, pero sin fiarse mucho de Sánchez. Y Toni Comin trajo todavía ese discurso de gallinero del Parlamento europeo sobre la calidad democrática del Estado español y los toreros franquistas. Dejó entender, bastante ridículamente, que la UE ya está con ellos. Comin, como Puigdemont, intenta aún suavizar eso de verse en el palomar del Parlamento europeo, sacando pancartas como paños de Santa Verónica que les quitan los ujieres. Yo creo que eso también ha contribuido a que Puigdemont vuelva a la realidad y a la vergüenza. Antes era un príncipe infantil con castillo de galleta y ahora es otro europarlamentario friki entre otros muchos que sacan su bandera con águila bicéfala y su nación pequeña, sentimental y cirílica que no le importa nada a los grandes de Europa que están intentando sobrevivir entre Trump, China, Rusia y el coronavirus.
Puigdemont salió pero, como decíamos, salió como un segundón o como la doña Paca de Miguel Caiceo, para pasar la mopa. Su figura se disolvía entre ese largo argumentario indepe con toque de filete empanado que tenía el día, y entre todos los que hay para repartirse la gloria, la historia, los moratones y las pequeñas victorias. La verdad es que, de todas esas pequeñas victorias, ninguna es de Puigdemont. Su llamada a la lucha definitiva sonaba a grito de ahogado. El acto fue, en fin, más grande que Puigdemont. Fue el acto de una religión en la que queda esa masa que aún cree en santos fluorescentes de mesilla, y ante la que un líder o fundador lejano y cardenalicio intenta conservar su culto personalista como única manera de permanecer en política. Pero el panteón de mártires, llagados y estarletes está abarrotado y no le dejan ser a la vez Shakira y papa de papel del Palmar de Troya. Cantaron todos, al final, un himno catalán ventoso, aborrascado y premonitorio de muchas guerras. Perpiñán volvía a ser luego un sitio con más mito que chicha, como lo de la mantequilla de Brando, y Puigdemont se fue como deseando regresar a la silenciosa e incondicional fidelidad de sus muñecas, desconchadas de besitos y de rayos de persiana echada.
A Perpiñán fue mucho la gente a ver a Marlon Brando untar la mantequilla, o sea, a hacerse la pajilla de la libertad, o a creerse que la libertad era como una pajilla. Una vez que el independentismo catalán se ha instalado en el autoerotismo de soga y fusta, ir a Perpiñán no significaba volver al antifranquismo de estación, ni a las estribaciones de la patria del pastor que regresa de la mili o del médico, sino al templo melancólico del alivio solitario. Brando parecía en aquella película más un pervertido de muñecas que de jovencitas, y la verdad es que Puigdemont tiene ya algo de señor que se ha encerrado a vivir con muñecas, como López Vázquez en aquella inquietante frikada que hizo una vez, No es bueno que el hombre esté solo.
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