El chivato dice que está limpio. Abre los brazos como un murciélago con abrigo robado. El chivato tiene el mismo color que el callejón. Y el mismo olor. El olor de la ciudad que cocina al frío y a las ratas en grandes hervores industriales o subterráneos. El policía, el mismo policía de siempre. Puto guardabosques paleto. El policía repite el mote del chivato como el nombre de un gatito. El chivato sonríe con su sonrisa de muro de cementerio caído. Muro habitado por seres y rastros. Le tiemblan las manos y el gaznate. Parece un polluelo calvo de plumaje. El policía repite otra vez su mote, musicalmente. Es como si pasara la porra por los barrotes de sus sílabas antes que por sus costillas. El chivato ya sabe lo que viene a preguntarle. Toda la ciudad lo quiere saber. Pero él lo sabe de verdad. El tesoro de lo que sabe le brilla en la mirada. O es la luz del coche patrulla, alternando el color de sus ojos. Rojo y azul, rojo y azul. Como si en un teatro del Juicio Final Dios dudara sobre su veredicto. El chivato asiente con lo que parece una arcada. Tendrán que protegerlo o no durará ni un día. Y esta vez quiere dinero. Mucho. El policía asiente. No hay problema. Los ojos del chivato ya no cambian de color. Vuelven a ser negros como el callejón. Y como la boca del arma reglamentaria que le apunta a la cabeza. No hay problema. El disparo suena para el muerto sólo como medio disparo”.
Espero que me disculpen la licencia de empezar con esta parodia de novela negra, así con cierta cojera de Cormac McCarthy (se escribe también con cojera, como se bebe con cojera o se dispara con cojera, y la verdad es que la cojera de McCarthy me parece una cojera de farero falso que no me termina de convencer). El chivato, tirillas y superviviente, con su ropa de muerto, con su dentadura de polvo de ladrillo como su menudeo, no es sólo un personaje de novela de viajante ni de episodio de Starsky y Hutch. Ni siquiera tiene que ser ese ser arrastrado y ratonero, todo sabañones de calle y trena, que se vende a la policía por el contenido de los bolsillos, y que puede morir pinchado por un cepillo de dientes, afilado con la dedicación y el rigor de un augur.
El confidente puede ser un funcionario pringado con la política, puede ser un arrepentido de una petroquímica, puede ser Garganta Profunda en Washington o Serpico en Nueva York o un administrativo que se topa con los ERE en Sevilla. Confidentes tiene la policía y tienen los periodistas, que también andan a veces por las sombras, de farola en farola y de sombrero en sombrero. Confidentes tienen los ladrones y los que están en medio de todo, como Villarejo, que parece que ha salido de una cojetada que ha pegado Cormac McCarthy por un restaurante de fabadas.
Los chivatos están mal vistos, desde el colegio hasta el trullo. Pero son útiles. Los hay de corazón y los hay de oficio, como los asesinos y los putos
Ser confidente te arregla el negociete o te arruina la vida. Puedes amanecer con otro sueldo o con un rollo de papel higiénico carcelario en la tráquea. O te pueden despedir sin haberte convertido en personaje de película ni nada, como el pobre vigilante de Barajas que cantó todo lo de Ábalos, y que huele ya a pescado. Los chivatos están mal vistos, desde el colegio hasta el trullo. Pero son útiles. Los hay de corazón y los hay de oficio, como los asesinos y los putos. Y como son criaturas literarias, como las mujeres fatales, o los perdedores bajo la lluvia, o los amantes descubiertos, o los que duermen con cartas bajo la almohada como un revólver, o los que se marchan en otoño, tampoco es que la administración ni las leyes se ocupen de ellos como se pueden ocupar de los notarios o de los carteros.
Este periódico publica que la policía paga a confidentes en dinero negro y sin ningún control, que se lo permite una orden secreta, en el sentido de una ordenanza secreta, no de los Illuminati, claro. Como siempre, hay que seguir el rastro del dinero, lo sigue diciendo Garganta Profunda a través de las cánulas de la historia. En el dinero real, sobre todo si es público, es donde está la culpa y se acaba la literatura, porque el Estado no debería ser una novela negra, aunque se empeñen Nixon, Ábalos o Villarejo, a los que me imagino juntos en la misma sala, rebobinando cintas que derrapan. La policía no se ve haciendo facturas a un quinquillero, claro. Pero esto nos lleva otra vez a esa excusa o falacia del Estado obligado a usar atajos por un supuesto bien mayor. Recuerden aquellos fondos reservados de la guerra sucia, que también tienen su cojetada de McCarthy, o el fondo de reptiles de los ERE, o, en general, del poder en su parte sumergida, porque el poder sigue sumergiéndose como las narices bajo las solapas o los muertos bajo las sábanas.
Los confidentes, los chivatos, seres literarios pagados con dinero que no deja huella, o sea un dinero muy literario también, como el zumo de limón de los espías malos y el crimen perfecto y gótico de los escritores también malos. Yo creo que ya tenemos demasiadas cojeras de McCarthy, incluso en el propio McCarthy. Ábalos con sus pasos con eco y su ronquera de secreto del abuelo, Villarejo con su lamparón de alubias como un tiro, Iglesias en esa salita del espionaje español con altramuces y arpas de oscuridad y luz, y hasta Sánchez dando contestaciones de detective con perchero, saxofón y burbon. Ahora, encima, la policía usando algo así como un dinero devuelto o arrebatado por los callejones o los cadáveres, igual que los abrigos de los chivatos.
La novela negra, la verdad, siempre me ha resultado cargante.
“La realidad ya te escupe todo a la cara. La ciudad te escupe incluso a sus muertos. La sangre de aquel desgraciado salpicando al policía sólo era redundante”.
El chivato dice que está limpio. Abre los brazos como un murciélago con abrigo robado. El chivato tiene el mismo color que el callejón. Y el mismo olor. El olor de la ciudad que cocina al frío y a las ratas en grandes hervores industriales o subterráneos. El policía, el mismo policía de siempre. Puto guardabosques paleto. El policía repite el mote del chivato como el nombre de un gatito. El chivato sonríe con su sonrisa de muro de cementerio caído. Muro habitado por seres y rastros. Le tiemblan las manos y el gaznate. Parece un polluelo calvo de plumaje. El policía repite otra vez su mote, musicalmente. Es como si pasara la porra por los barrotes de sus sílabas antes que por sus costillas. El chivato ya sabe lo que viene a preguntarle. Toda la ciudad lo quiere saber. Pero él lo sabe de verdad. El tesoro de lo que sabe le brilla en la mirada. O es la luz del coche patrulla, alternando el color de sus ojos. Rojo y azul, rojo y azul. Como si en un teatro del Juicio Final Dios dudara sobre su veredicto. El chivato asiente con lo que parece una arcada. Tendrán que protegerlo o no durará ni un día. Y esta vez quiere dinero. Mucho. El policía asiente. No hay problema. Los ojos del chivato ya no cambian de color. Vuelven a ser negros como el callejón. Y como la boca del arma reglamentaria que le apunta a la cabeza. No hay problema. El disparo suena para el muerto sólo como medio disparo”.
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