Ser, en los tiempos que corren, un verso suelto, una nota discordante, no resulta fácil. Lo sencillo es dejarse llevar del ronzal hasta dar con la cabeza en el pesebre. Lo que a mí me sucede es que, cuando no me fío de quienes tiran del mío, pataleo y me resisto.
Hace un mes, cuando confinaron a casi mil personas en un hotel de Tenerife, sostuve mi modesta tesis de que aquello era un verdadero atropello al derecho fundamental de la libertad de los confinados, y que, incluso, podría invocarse el delito de detención ilegal. Ahora, cuando ya tenemos la norma que declara el estado de alarma, empiezan a salir eminentes juristas que, a mi entender con acierto, afirman que muchas de las medidas adoptadas hasta ahora por los gobiernos autonómicos (el Gobierno Sánchez no había tomado ninguna) podían estar fuera de la legalidad constitucional. ¡Bienvenidos al club de los críticos! Y es que, efectivamente, faltaba el soporte de legalidad constitucional.
¿Pero es suficiente el estado de alarma? Depende de lo que quieran hacer con él, así que veremos cómo actúan las autoridades, porque se les está dando una herramienta insólita, sobre cuya aplicación material no existe experiencia y que, por tanto, si no se mide bien el alcance de la ejecución de las medidas, puede ser un inmenso caldo de cultivo para muchos excesos.
Vaya desde aquí y desde ya mi razonable y razonada desconfianza al respecto. El problema, además, es que los españolitos, en su inmensa mayoría, están bastante acongojadillos. Y, por otro lado, sabemos que los jueces también están como pa unas prisas. Porque también se ha decretado el vacatio iudicorum, o sea, que si alguien va ahora al juzgado de guardia a denunciar un exceso, lo seguro es que le manden a escardar cebollinos o a tomar por donde nunca sale el sol.
Sin embargo, como la Piel de Toro (y sus insulares hijas, Ceuta y Melilla presentes) acoge mucho ganado lanar -no poco, por cierto con capacidad de escribir rendidos reconocimientos a la necesidad de hacer caso a Papá Sánchez Pérez-Castejón, a sus ministras y todo eso-, asistiremos a encendidos exordios -escritos, radiados y televisados- en los que se nos convoca a la obediencia ciega (a mí lo de ciega no me va a costar, pero sí mucho más lo de la obediencia), y a que cantemos juntos al Señor por la erradicación del bichito chino.
Pero, claro: cuando yo me acuerdo de que el ínclito Fernando Simón decía a 31 de enero que el bicho no nos llegaría; o cuando me recuerdan las hemerofonotecas que unas horas antes de la gran manifa que, en formato de juguete especial, todos estos les han permitido a la infectada Irene Montero y a sus corifeas, me recuerdan -repito- que este gran doctor decía que no había ningún inconveniente en que su hijo asistiera a la mani, pues, ¿qué quieren que les diga? ¡Pues que no me río todo lo que quiero porque se me parte el labio!
Ah, ¡y no se preocupen! porque la mayor parte de ustedes tienen anticuerpos muy españoles, (ahora veo que los anticuerpos también tienen su nacionalidad: ¡aprende lo tuyo, Puigdemont!), como Javier Ortega Smith y, como los de este gran líder, serán capaces "de enfrentar y vencer al maldito bicho que nos ha llegado de la China". ¿Alguien da más?
Y claro: ¡hay que seguir en posición totalmente acrítica!. Porque, si no, podemos ser acusados de incitar a la desobediencia, de banalizar la gravedad del asunto. Es enternecedor ver a la Nobilísima Oposición en primer tiempo de saludo y diciendo que ¡ya vendrá después el momento de la crítica!; como si lo que se está haciendo, en sí mismo, fuera algo que no merece crítica alguna. Vamos, que todo está totalmente acertado. Anda que si esto le coge a Pedro Sánchez en la Oposición.
Lo que yo me pregunto (y pienso que me asiste todo el derecho a hacerlo) es dónde estaban todos estos, autoridades sanitarias incluidas, hace una semana, que no gritaban alto y claro que hacía mucho tiempo que se tenían que haber adoptado todas estas medidas, si es que estas medidas son las que hay que adoptar. Nadie -que yo recuerde- advirtió de que se habían abierto los sellos del apocalipsis, que ahora sí que parecen estar todos rotos.
¿Hay derecho a que nos hayan tenido en el dolce far niente durante casi un mes y medio y, ahora, de golpe, de la noche a la mañana, se nos venga encima el mundo? Yo creo que no, que no hay derecho, y pienso pasarles factura, toda la factura que humildemente pueda. Porque todos estos que nos decían hace muy poquito tiempo que no había para alarmarse, ahora, nos encasquetan un estado de alarma, que, como todo el mundo sabe, es para no alarmarse.
En Alemania, para que los hospitales no se colapsen, reciben a quienes van a hacerse la prueba del coronavirus en sus propios vehículos, en un lugar habilitado al efecto y sobre la marcha. Tienen acumulados un buen número de respiradores para quienes los puedan necesitar.
En el Reino Unido, su primer ministro ha optado por una política diametralmente opuesta (ya sé que se me dirá que está bastante loco y que, además, es eurófobo); pero el caso es que los médicos británicos también tienen su titulación, su habilitación y le habrán aconsejado, ¡digo yo!
Pero aquí, no. Aquí lejos de Escocia, sin embargo nos duchan a la escocesa: agua bien fresquita y, de golpe, en horas 24, te la meten en ebullición (con perdón, que el verbo meter es muy polisémico).
Y nadie pide disculpas: ni Ortega Smith, ni Irene Montero, ni los que nos han dicho que esto era como una gripe, un poquito más contagiosa, pero nada más. Ni nos pide perdón el presidente del Gobierno (también diré que sus disculpas y perdones me los paso yo por mis pulmones, porque nos tiene acostumbrados a sus giros copernicanos).
Y podría seguir desgranando incongruencias, incoherencias muchas y variadas, pero me empiezo a cansar. Aunque no me resisto a preguntar dónde está la legitimidad del Gobierno para pedirme que me quede en casa, cuando ha metido en el Consejo de Ministros -y ministras- presencial a un vicepresidente que está en cuarentena. ¡Anda y que les zurzan! Acataré, por mi parte, lo que no tenga más remedio que acatar; pero con la carabina bien alta y el ojo (no se me cachondeen ustedes) en el punto de mira para protestar ante cualquier exceso, ante cualquier ilegalidad. Porque es muy posible que a estos aprendices de brujo se les vaya la manita y nos den pie a no pocas indemnizaciones.
Del coronavirus van (o quién sabe) vamos a morir pocas personas; pero lo que sí se puede garantizar es que los efectos económicos posteriores van a ser demoledores: paro, paro y más paro; deuda, deuda y más deuda; gentes y empresas que no podrán levantar cabeza. ¿Y quién pagará esa inmensa factura? ¡Sólo Dios lo sabe! Pero yo, a mi capacidad de discrepar, mientras pueda, no la voy a poner en cuarentena.
Ser, en los tiempos que corren, un verso suelto, una nota discordante, no resulta fácil. Lo sencillo es dejarse llevar del ronzal hasta dar con la cabeza en el pesebre. Lo que a mí me sucede es que, cuando no me fío de quienes tiran del mío, pataleo y me resisto.
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