El sociólogo británico Anthony Giddens define la sociedad del riesgo como una sociedad cada vez más preocupada por el futuro (y también por la seguridad), que genera la noción de riesgo, mientras que el alemán Ulrich Beck habla de una forma sistemática de hacer frente a los peligros e inseguridades inducidos e introducidos por la modernización misma.
El alcance de la actual pandemia ensombrece nuestro optimismo y nos invita a reflexionar
En una sociedad postindustrial, global y digital, nos sentimos capaces de hacer un solvente análisis prospectivo sobre los riesgos inmediatos a los que nos enfrentamos y adoptar las medidas oportunas para mitigarlos o reducirlos. Todos los años, el Foro Económico Mundial publica un informe sobre riesgos globales en el que valora el escenario de riesgos para la siguiente década. Como en ediciones anteriores, el informe de 2020 identifica los cinco mayores riesgos en términos de probabilidad, si bien lo llamativo en esta edición es que esos cinco riesgos más probables están relacionados con el cambio climático y las catástrofes ambientales. Entre los cinco mayores riesgos en términos de impacto aparecen, junto a los ambientales, la proliferación de armas de destrucción masiva y las crisis relacionadas con el acceso al agua. Ninguna de las dos dimensiones, impacto o probabilidad, incluían las enfermedades infecciosas en su selección de riesgos para la tercera década del siglo XXI. En el puesto diez de la escala de riesgos, medidos en términos de impacto, aparecen las enfermedades infecciosas, con una alta valoración en cuanto a su posible impacto pero una baja ponderación en cuanto a la probabilidad de que tales riesgos lleguen a materializarse. Es decir, el riesgo global vinculado a una pandemia era para el Foro Económico Mundial, a mediados de enero, poco probable aunque de gran impacto.
Pues bien, cuando todavía no ha terminado el primer trimestre del año 2020, los hechos ponen en evidencia las carencias de nuestra capacidad de predicción y, consecuentemente, de nuestra capacidad para protegernos frente a toda clase de vulnerabilidades. El alcance de la actual pandemia ensombrece nuestro optimismo y nos invita a reflexionar sobre las limitaciones de una sociedad hipercomunicada para anticiparse a los desafíos y adoptar las medidas oportunas de profilaxis social.
Asimismo, la gestión de esta situación extraordinaria va a propiciar una inevitable comparación entre la capacidad de respuesta de las democracias liberales y la que han demostrado las autocracias políticas, como es el caso de China, o los gobiernos de corte epistocrático, como es el caso de Singapur.
En su reciente obra Así termina la democracia, David Runciman afirma que en el siglo XXI, la prueba empírica que podría dilucidar si la democracia todavía funciona tal vez sea una prueba a la que ninguna democracia podría sobrevivir. Las distopías políticas que ilustran reflexiones como la de Runciman se parecen, en cierto modo, a lo que estamos viviendo en estos días. ¿Será la democracia liberal capaz de demostrar su fortaleza como sistema político en los días, semanas o meses que nos quedan por delante?
El riesgo es que la siguiente pandemia sea de planteamientos políticos iliberales e incluso autoritarios, ante la frustración que pueda generar una gestión ineficaz de la crisis
Nick Bostrom, director del Instituto para el Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford en sus estudios sobre riesgos existenciales y escenarios de extinción, se refiere a las pandemias globales que, a su juicio, se ven inevitablemente agravadas por la globalización: los desplazamientos internacionales, el comercio mundial de materias primas y alimentos, la urbanización o la desigualdad son características del mundo contemporáneo que incrementan el potencial de expansión de una nueva infección. Las democracias -afirma Bostrom- tendrán dificultades para actuar con decisión hasta que no se haya producido una muestra visible de lo que está en juego. La falta de respuesta adecuada de un solo país frente a una pandemia global incrementa el riesgo de las personas en cualquier lugar del mundo, defendía Caroline Schmutte en el marco de la Conferencia de Seguridad de Munich de 2017, en una profética anticipación a lo que sucedería en 2020. En mayo de 2016, la Organización Mundial de la Salud, a propósito del brote de ébola, reconocía que solo 65 de 193 estados reunían las condiciones necesarias para detectar y responder a la expansión de enfermedades contagiosas.
En la gestión de este gigantesco desafío al que nos enfrentaremos en los próximos días está en juego también la credibilidad de la democracia liberal frente a sus críticos que postulan un agotamiento por incompetencia del sistema político teóricamente triunfador de la Guerra Fría. La implantación planetaria y acrítica que preconizó Fukuyama en su fin de la Historia solo dio lugar a una efímera “Era de la Imitación”, según la denominan Ivan Krastev y Stephen Holmes es su reciente obra La luz que se apaga.
En su provocador ensayo titulado Contra la democracia, Jason Brennan sostiene que los ciudadanos tienen como mínimo un derecho razonable a contar con un cuerpo de toma de decisiones competente que, de una manera competente, ejerza cualquier poder político sobre ellos. La incompetencia en la gestión de esta crisis puede tener un coste elevadísimo, no solo sobre concretos líderes, formaciones políticas o estilos de gobierno, sino sobre algo mucho más importante, como es la propia credibilidad de la forma de organización política que muchos creemos insustituible aunque, ciertamente, mejorable. El riesgo es que la siguiente pandemia sea de planteamientos políticos iliberales e incluso autoritarios, ante la frustración que pueda generar una gestión ineficaz de la crisis.
Una última reflexión sobre la capacidad de las sociedades ordenadas para dar respuesta a momentos como el que vivimos: el Derecho romano de la época de Justiniano ya contemplaba una forma rápida de hacer testamento en caso de epidemia denominada testamentum tempore pestis, ante testigos sucesivos que no podían coincidir, para no expandir la enfermedad. Han pasado los siglos pero las respuestas clásicas a los problemas más graves demuestran que ni nuestro ingenio ni nuestra capacidad de prognosis han avanzado tanto. Eso sí, Roma también cayó y muchos lo interpretaron como un presagio del fin del mundo: Con una ciudad perece el mundo entero. Pues bien: aquí seguimos.
Francisco Martínez es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Pontificia de Comillas (ICADE)
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