Las ruedas de prensa desde la Moncloa tienen ya luz de capilla de hospital y hay una falsa viuda que va preguntando en nombre de toda España para no despertar a los enfermos ni a los doctores ni a los muertos. La viuda es Miguel Ángel Oliver, que ha sustituido el periodismo y la verdad por una especie de órgano de iglesia, de beata de iglesia que toca el armonio y canta, reza, aplaude, pide, dirige y apostilla, todo a la vez, en un ambiente de piedad lejana con los leprosos, costura de parroquia y veneración al señor cura, que es Sánchez o son los sacristanes con copón que toquen ese día. Las preguntas de los periodistas no llegan como preguntas ni como nada de un periodista, sino como cirios encendidos por penitentes y que el santo atenderá o no, dependiendo de las ganas del santo y de su camarero, que además ambos suelen confundir y mezclar las peticiones, los chismes, los rezos, las estampitas oficiales y las corrientes de aire que forma la Divinidad por las criptas.
Entre el periodista y el Gobierno hay no ya un apagavelas o un secretario con pinta de sumiller, que es lo que parece también Oliver, un sumiller de éstos que te corrigen, te acotan o te perdonan la elección de la marca, la añada o hasta la corbata. No, Oliver es más un médium enchufado a la bola o un tarotista de ojos vueltos que suelta su pregunta después de interpretar una psicofonía o de combinar latines y sánscritos, frailes y vudús. O de inventárselos. Así, la pregunta no se sabe si ha sido cosa de un vivo o de un muerto o de un emparedado a medio camino, o sólo ha sido una estafa de mesa camilla con estampado de zodiaco. El caso es que las preguntas no llegan, o llegan suavecitas, o cortadas en juliana, o pasadas por agua, o el periodista no se reconoce en ellas, o sólo pasan intactas las de Diario 16, que vienen ya con aplauso, como recitales operísticos.
Se diría que el virus está acabando con el periodismo igual que con los ciclistas, pero no es el virus, sino el Gobierno acojonado que unta a los conglomerados audiovisuales y somete a los plumillas a las colas, las arbitrariedades y los filtros
A veces se deja colar una pregunta algo más audaz, como alarde, pero luego no se contesta, o se contesta con chufla o revolera, mientras Oliver, claro, no va a sacar la ouija para repreguntar nada, sino que se queda allí mirando su lista de periodistas como de vinos y poniendo cruces como un metre, un enterrador o un ditero. Sólo hay que recordar el esperpento que soltó Patricia Lacruz, directora general del ramo, cuando se le preguntó por qué se volvía a confiar en la empresa que nos vendió esos test aguados que el Gobierno pilló como “ganga”. Como no contestaba a un periodista, sino al paje de Melchor, Lacruz pudo explicarnos la maravilla de que los pedidos se realizan a empresas, fabricantes o intermediarios, y que éstos pueden ser nacionales o de otros países. Quedó luego en la sala ese piadoso silencio que queda al absolver de la tontería a los tontos o a los poderosos.
La Moncloa organiza ruedas de prensa que parecen timos telegráficos, pero es que todo esto es antiguo como el telégrafo o como la guerra, y esto es una guerra. Antiguo aunque se use el whatsapp. En realidad, en la Moncloa salen unas autoridades con levita y con formol para contestar a los gramófonos algo que ya tienen escrito con tinta china, lo que deja una tecnología así muy de Frankenstein (muy de Sánchez), una cosa entre el mesmerismo y el steampunk. Por supuesto que hay medios para que los periodistas puedan preguntar y repreguntar en tiempo real, sin tener que mandar un despacho en el Pony Express ni esperar un visado como del zar. Y, sobre todo, sin que Oliver pueda meter galletitas de la suerte ni tijeras de hermana puritana en las preguntas, mientras él pone cejas de mentalista intensito o de crupier vertiginoso.
Pero, antes que la tele plana y antes que los virus renderizados como monstruos de Pixar, ya sabíamos lo que pasa con la verdad durante una guerra. En la televisión, lo decíamos ayer, sólo salen dibujos de nevera, respiradores hechos con balones de futbito y mucha solidaridad patriótica entre balcones con bombona de butano y casete del Fary. Se diría que el virus está acabando con el periodismo igual que con los ciclistas, pero no es el virus, sino el Gobierno acojonado que unta a los conglomerados audiovisuales y somete a los plumillas a las colas, las arbitrariedades y los filtros de un secretario de Estado de Comunicación que parece un wedding planner. Muchos periodistas, hartos, están firmando un manifiesto contra estas ruedas de prensa que parecen ecos de monja musical en las montañas. Algunos de ellos, con gran astucia, dejaron en el whatsapp de Oliver, que es como un buzón de guapa de Tinder, la misma pregunta, precisamente sobre si el Gobierno tenía previsto cambiar este sistema que está entre la censura, el toreo de salón y el pastoreo con perro ovejero. La pregunta no llegó a formularse, por supuesto. La falsa viuda o wedding planner no encendió el cirio, pero ahí quedó, enhiesto y sarcástico, apagado o quizá enardecido por ese vientecillo apresurado que se produce cuando los mentirosos intentan huir de la verdad y los tontos intentan librarse de la ironía.
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