Al virus sólo lo puede matar un niño, inconscientemente, como el niño que ahoga en la mano a su pez de pecera, ese niño gato, inocente y salvaje. O eso piensa el Gobierno. Había que sacar antes que nada a los niños, no porque lo dijera la Ciencia, que ya no sabemos qué dice, sino porque sólo los niños pueden purificar el mundo para los políticos, borrar esa imagen de unas ciudades tomadas por el veneno y por gárgolas asesinas. Ahora hay tiovivos de bicicletas, y carreritas que hacen otra vez presente el aire, como estallando sus burbujas, y risas que han tomado el lugar de ese silencio de ojos graves de los adultos, tapados por el virus como por un verdugo. Seguimos sin acabar con la epidemia, pero le montamos cada vez más ferias. La de los balcones, la de la televisión, la de Internet, y ahora la de los niños en la calle, con jeringa de caramelos.
Los niños nos proporcionan una especie de efecto de mañana de Reyes. Nada malo puede pasar en una mañana de Reyes. Suenan ruedines y robots con rayos de bombillas y carracas, el sol parece que carga las pilas de los juguetes y los jardines colaboran ocultando a los chiquillos como en fuertes confederados. Nada de esto tiene que ver con la Ciencia. El virus sigue ahí, lo sentimos como musgo en los zapatos, lo escudriñamos en los picaportes, pesa en las cestas como esas cosechas con roya, hace vaho en las gafas cuando respiramos sobre la mascarilla como sobre el propio miedo, aún mata de frío en las UCI a gente que parece que intenta volver a nacer más que seguir viviendo, aún contagia apenas roces un pasamanos como el lomo arqueado de un tigre. Pero los niños están salpicando el día de otra cosa, de luz y pompitas, nos parece que se comen ellos al virus como los niños que comen arena o se comen el ojo de canica de un peluche o el pico de una manta. O el Gobierno quiere que parezca que los niños se comen al virus, como un botón o una ruedita de camión volquete.
El último invento de la Ciencia ha sido cambiar la manera de contar los casos para que el mundo parezca un poco menos infeccioso
Sacar a los niños no es Ciencia. Aquí, el último invento de la Ciencia para el Gobierno ha sido cambiar la manera de contar los casos para que el mundo parezca un poco menos infeccioso y un poco más piscina de bolas. Certificado científico para salir podría tener más un runner vestido de hombre rana que un niño vestido de vaquero. Necesidad de pasear por la calle puede tener un claustrofóbico o un señor obeso igual o más que un niño. Pero un señor obeso no te va haciendo navidades al tocar con su dedo o su naricilla un rayo de sol o la sombra moteada de las hojas. Esto no tiene nada que ver con la Ciencia. La gente no hace lo que dice la Ciencia, sino lo que escuchan a sus gobernantes (por eso en Estados Unidos se beben la lejía), o lo que sienten en el corazón (que el hijo por la playa ha traído el limpio verano como una sirena de arena mojada o como el cartel con quisquillas de un chiringuito).
La decisión de sacar a los niños es una decisión política, y por eso se anunció sin saber todavía si a los niños se les iba a atar al carrito del supermercado o a plastificar con los calabacines o a lanzar en patinete, provocando aquel caos que el Gobierno rectificó o resolvió con su particular método científico del “ya se verá”. La decisión política precedió pues a la justificación psicológica o científica, que no es tanto la concentración del virus en el aire sino en las mentes del electorado. Había que escenificar la “desescalada”, y esto lo hace mejor un niño por la calle, persiguiendo un balón como a una ranita, que cualquier curva truncada o trampeada que nos enseñe Simón. Simón, por cierto, ya sale sin su escolta de uniformados, prusianos y alabarderos, con lo que el Gobierno pretende afianzar la sensación de seguridad y normalidad. Eso tampoco es Ciencia, sino otro truco de armario de los de Iván Redondo, que ya sabemos que hace política de percha y peinador.
Los niños están en la calle y esto sí que ha cambiado nuestra sensación de peligro
Seguimos sin tener test masivos (ni de los otros), hay material médico que amortaja más que protege, y aunque la curva se estabiliza, para verla doblada hay que ponerse las gafas con nariz que nos da Simón. Pero los niños están en la calle y esto sí que ha cambiado nuestra sensación de peligro. Es más, según la Ciencia del Gobierno, que ya es como hiperlumínica, esta nueva tranquilidad incluso tiene efectos en el pasado. Ha dicho ahora el mago del tiempo, Ábalos, que con el primer estado de alarma ya se podía sacar a los niños, que no lo hemos hecho porque no hemos querido.
Los niños en la calle espantan al virus como a las palomas. Es lo que piensa el Gobierno. El truco psicológico parece que funciona, y por eso Ábalos se atreve a engañarnos incluso retrospectivamente, leyendo mal sus propios decretos. Y digo que nos engaña porque Ábalos no es tan torpe como para no distinguir entre un adulto acompañando a un menor por causa justificada, como llevarlo al médico, y un menor acompañando al adulto a hacer sus cosas de adulto, como ir al súper o a por tabaco. Pero están los niños en la calle, con caballitos de crin de sol, quién va a prestar atención a una trampa más de Ábalos o a otra curva torcida de Simón. Los niños están en la calle, patinando sobre la risa, y Sánchez ya nos anuncia que pronto podremos pasear los demás. Todas las mañanas serán mañanas de Reyes, para todos. Qué virus o qué tristeza o qué lluvia no muere en las mañanas de Reyes.
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