Define la RAE “bulo” como “noticia falsa que se difunde, generalmente, con el fin de perjudicar a alguien”. Tal conducta tiene encaje en el Código Penal en el ámbito de los tradicionales delitos que protegen el honor: calumnias y injurias. En el primer caso, cuando la noticia falsa consistiera en la mendaz atribución a alguien de la comisión de un delito. En el segundo, la injuria, cuando la noticia, sea falsa o verdadera, atente contra la dignidad de una persona menoscabando su fama o propia estimación.
Ambos delitos han visto reducida en los últimos veinte años su aplicación hasta su práctica desaparición. Sobre todo en los casos en los que el afectado es una persona que desempeña algún cargo público, o incluso si se trata de alguna persona famosa, si el mismo puso en circulación los temas familiares o personales comprometidos.
En el caso de autoridades o gobernantes, los delitos terminan siendo inaplicables porque, conforme a doctrina jurisprudencial unánime, el político tiene reducido enormemente su derecho a honor, o lo que es lo mismo, debe soportar la carga de que sus actuaciones sean sometidas a la crítica pública, incluso si la misma es desagradable, ineducada o irrespetuosa. Y, de otra parte, los profesionales de los medios de comunicación: en tal calidad gozan de una mayor libertad de expresión y, como agentes de la libertad de información de los ciudadanos, valor sagrado en una sociedad democrática, como presupuesto de la libre formación de una opinión pública, no están obligados a que sus noticas sean “ciertas”, sino simplemente “veraces”, lo que significa en la práctica que venga corroborada por dos o más fuentes.
Las redes sociales han alterado esta situación tradicional al romper el monopolio de creador de noticias de los medios de comunicación y convertir a cada ciudadano en potencial emisor de noticias. Desde este esquemático y simple punto de partida, con la rapidez vertiginosa que todo viene ocurriendo (antes de la covid 19, que nos ha parado en seco), la situación se complica mucho más cuando aparece la posibilidad de mover, alterar o influir en la opinión pública, no tanto porque un ciudadano emite una noticia, sino porque un grupo organizado, una empresa o una organización política, sirviéndose de instrumentos técnicos, bajo el disfraz de “un ciudadano que emite una noticia en una red social”, con artilugios técnicos nuevos, puede emitir cientos o miles de mensajes, capaces de influir decisivamente en la opinión pública compuesta por ciudadanos que ya casi no miran el periódico o la televisión, pero llevan su mirada al móvil más que trece veces por minuto, que es la media de la frecuencia de respiración del ser humano, según Gabriel Celaya.
Este fenómeno nuevo, consistente en la creación de programas y mecanismos para su utilización por empresas especializadas en la difusión en redes sociales de mensajes comerciales o políticos, ha tenido una influencia directa y fundamental en las elecciones de los últimos diez años en todos los países democráticos del mundo. También en España.
No se trata de “bulos”, el lapsus del general desenmascara un fenómeno bien conocido por algunos altos mandatarios actuales que, tras explotarlo, ahora lo sufren
Se trata de una utilización industrial y masiva de perfiles falsos en redes sociales, aparentemente correspondientes a personas individuales, conformando una plataforma de cientos o miles de voces falsas –solo son una– dirigida a influir en la opinión pública. Esta realidad nueva nació y todavía vive en el absoluto vacío legal, lo que permite un uso abierto a fines de todo tipo, incluidos los que pudieran afectar a bienes jurídicos merecedores de protección, como la reputación personal o de una empresa.
Estos nuevos instrumentos cibernéticos, que vienen siendo aprovechados por todos aquellos que por razones políticas o comerciales tienen interés en influir en la opinión pública, contienen una buena dosis de “engaño”. Quienes reciben el mensaje en su móvil no saben que los perfiles que los emiten son falsos y han sido creados deliberadamente, ocultando que son parte de una campaña organizada para difundir un determinado mensaje en favor de quien financia la misma.
Además de abordar cuantos más debates teóricos sobre la libertad de expresión y sus límites mejor, si descendemos a la realidad del problema suscitado por el reciente lapsus del general de la Guardia Civil, la tarea pendiente es para empezar llamar a las cosas por su nombre y estudiar a fondo esta nueva realidad: cuáles son los nuevos instrumentos, qué posibilidades ofrecen, quiénes los están utilizando y para qué. Y solo desde ese conocimiento científico y técnico de ese nuevo “invento” podremos empezar a debatir sobre sus límites y, finalmente, su mejor regulación.
La aparición del vehículo de motor alteró definitivamente el mundo y con su utilización aparecieron nuevos problemas que motivaron una vasta regulación de cientos de normas jurídicas que hicieron compatible su uso con la minoración de sus efectos dañinos, mediante la prevención de sus riesgos o la sanción de su abusiva utilización.
No podemos engañarnos. No se trata de “bulos”, el lapsus del general desenmascara un fenómeno bien conocido por algunos altos mandatarios actuales que, tras explotarlo, ahora lo sufren. Estamos ante la aparición de nuevos instrumentos técnicos capaces de influir en la opinión pública. Hasta ahora, esos nuevos inventos viven escondidos entre bambalinas del poder, como arma secreta o as en la manada de tirios y troyanos, amparados en el vacío legal. Urge sacar a la luz esa nueva realidad, estudiarla y regularla para minorar sus efectos perniciosos o su utilización lesiva para bienes jurídicos merecedores de protección.
José María Calero Martínez, abogado, es socio fundador de E-In Digital.
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