Debemos al muy ilustrado David Hume la formulación de las tres leyes fundamentales –antes de que existiera Gobierno- de la vida en sociedad, a saber:
- La estabilidad de la propiedad
- El intercambio por consenso
- El cumplimiento de las promesas
Estas tres manifestaciones espontáneas del orden social, cuando comenzaron a existir gobiernos, se vieron reforzadas o violadas. Así fue como las sociedades progresaron con los primeros y regresaron a la barbarie con los segundos.
La alternativa paradigmática a este orden civilizador –que nos ha traído hasta aquí– es bien conocida, pues todavía apestan los periclitados comunismos y la desgraciada Venezuela –en cuerpo presente– nos recuerda día a día las miserias del “aló Presidente” y sus “exprópiese”.
Llama la atención que en estos días de zozobra, los enemigos de nuestras instituciones civilizadoras no respeten luto alguno y se hayan lanzado a horadar nuestro marco institucional “predicando doctrinas que saben que son falsas a personas que saben que son idiotas”, según la famosa definición de demagogo de H.L. Mencken (1880-1958).
Es obvio que el populismo reinante no se atreve a discutir abiertamente los enunciados de Hume, ni siquiera los habrán leído siendo un verdadero grande del pensamiento occidental, sino que se dedican a sortearlos con coyunturales excusas bananeras tratando de engañar a los incautos.
No se conoce experiencia alguna en la historia de la humanidad que sin “estabilidad de la propiedad” haya tenido éxito, sino todo lo contrario; mientras que las sociedades de mayor éxito siempre han respetado la propiedad privada. Da vergüenza tener que recordar a Hume cuando escribe: “Quien no ve [..] que todo aquello que es producido o mejorado por el arte o el trabajo de un hombre se le debe garantizar que es suyo para siempre, a fin de animarlo a que siga adelante con tan útiles hábitos y logros”. Estos días, todo un vicepresidente del gobierno ha pontificado contra la propiedad privada, de la que quiere disponer –sin que sea suya– para supuestos fines altruistas que él administraría a su gusto; con la excusa de beneficiar a los pobres –que sus políticas procrean– ¿como en Venezuela? Para afirmar aún más este regreso al mundo incivilizado, otro ministro del gobierno también se plantea disponer de los pisos de la gente para que sean ocupados por ¿sus votantes?
Vivimos una situación de extrema gravedad, la más grave después de las últimas guerras del pasado siglo, y frente a ella tenemos un gobierno que opera con soluciones colectivistas y estatalistas sobradamente fracasadas allá donde se han aplicado
El “intercambio por consenso” que postula Hume solo admite una excepción en los países civilizados: la expropiación por el Estado, bajo circunstancias muy estrictas de legalidad y que muy excepcionalmente se aplican. Las amenazas nacionalizadoras social-comunistas de la propiedad privada, en una economía felizmente abierta a la inversión extranjera, son disparatadas por dos razones: ahuyentan la entrada de capitales y favorecen su salida y en el caso de que se consumaran ¿con qué dinero se pagarían? ¿Con el que queremos que nos presten los países serios de Europa, fieles cumplidores de los preceptos de Hume?
Para Hume: “Allá donde los hombres no se dejen llevar […] por un fanatismo excesivo […] todos los contratos y promesas han de cumplirse meticulosamente a fin de asegurar esa mutua confianza mediante la cual se promueve tanto el interés general de la humanidad”. “Cuando alguien dice que promete una cosa, expresa de hecho la resolución de cumplirla y, a la vez, mediante el empleo de esta fórmula verbal, se somete al castigo de que nunca más se confíe en él en caso de incumplimiento”. El respeto a la palabra –libremente– dada, es un principio moral que en las sociedades genera confianza; que para Fukuyama es “la virtud social que mejor explica la prosperidad de las naciones”.
Curiosa y paradójicamente, dado el tan repetido como evidente incumplimiento de las promesas de este gobierno, con su presidente a la cabeza, podría suceder que las amenazas a nuestra integridad institucional no se llevaran a cabo; aunque no fuera por su gusto.
Todo lo dicho pone de relieve que superadas las crisis sanitaria y –quizás muy malamente– la económica, lo más grave de nuestro tiempo es la crisis institucional promovida asombrosamente por quien tendría la obligación de evitarla: el gobierno de la nación.
Los amigos de lo público reclaman mayor poder de actuación “para poder así asistir a los más necesitados” con remedios –bien conocidos– que solo contribuyen a crear precisamente más, hasta generar situaciones de emergencia que justifiquen el control de la información –censuras en las ruedas de prensa y control gubernamental de las informaciones que no le gustan– e incluso de los movimientos de la gente.
Vivimos una situación de extrema gravedad, la más grave después de las últimas guerras del pasado siglo, y frente a ella tenemos un gobierno que opera con soluciones colectivistas y estatalistas sobradamente fracasadas allá donde se han aplicado.
En su Castellio contra Calvino, Stefan Zweig escribió estas proféticas palabras: “Siempre son los contemporáneos los que menos saben de su propia época. Los momentos más importantes escapan, sin que se den cuenta, a su atención, y los verdaderamente decisivos casi nunca encuentran en sus crónicas la debida consideración”.
Si la sociedad española se deja embaucar por quienes tratan de descarrilar el tren institucional que nos ha conducido a nuestra cima de progreso económico y social, no será en este caso por no haber estado avisada de las consecuencias.
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