La vicepresidenta Teresa Ribera, que por esas cosas del progreso es a la vez encargada de la desescalada y de que el nuevo mundo huela a jarabe de eucalipto, les ha dicho a los hosteleros que “el que no se sienta cómodo, que no abra”. Supongo que luego, con su dedo tieso y ecológico como una algarroba, habrá sugerido a los pobres que el que no se sienta cómodo comiendo poco, que no coma. Y a los médicos, que el que no se sienta cómodo envuelto en plástico de envolver hueveras, pues que se muera.
A Teresa Ribera sobrevivir le parece una cuestión de comodidad, esa decisión muy pensada pero muy liviana de ponerse el pijama de pitufos o el batín de solterón o el chándal de galán de supermercado o el calzoncillo filosófico de faquir del sofá. Vivir es cosa de comodones, un lujo y desde luego un desperdicio muy contaminante, porque lo más ecológico sin duda es estar muerto y dar así abono para la quinoa. Si uno no puede seguir al Gobierno en sus sabias medidas hacia la Nueva Normalidad, lo que más agradece el planeta es que se deje morir como una elefanta vieja. La cartera de Ribera es la de transición ecológica, y seguro que eso de ver ciervos por las avenidas de las ciudades, como faunos de alguna edad de oro, la ha inspirado para decidir que los señores que ofrecen chuletones o pizzas en el fondo son prescindibles, pura grasa alimentaria y económica. Seguro que en los restaurantes de boles de habas no hay problema por el aforo, así que eso que se gana para la causa. Y el que no esté cómodo, que coma bambú igual.
Todo se ha dispuesto a ojo, a bulto, dando tajos a las terrazas, volando una de cada tres sombrillas como el ventazo, tabicando los bares con un ojo guiñado como un cuñado bricolero
A Teresa Ribera, como al Gobierno, no sólo le parece que sobrevivir es cosa de comodidad, es que su propio plan de desescalada es más que nada un plan comodón. Todo se ha dispuesto a ojo, a bulto, dando tajos a las terrazas, volando una de cada tres sombrillas como el ventazo, tabicando los bares con un ojo guiñado como un cuñado bricolero, y sacando porcentajes fijos de manager de boxeo o de tratante de vacas. Y es de esto de lo que se quejan los hosteleros, que no pueden reducir su negocio, o sea su vida, a la regla de tres de perezoso que les ofrece el Gobierno. Cualquiera se da cuenta de que la distancia entre mesas o las medidas de protección e higiene son más importantes que el porcentaje de aforo. Pero eso ya requeriría ajuste fino, herramientas finas y en general una finura, unas ganas y unos recursos que parece que este Gobierno de rodada lenta y gruesa no tiene o no se ve capaz de conseguir.
El Gobierno no puede proteger a los médicos en los hospitales, cómo va a proteger a los camareros en su salsa, cómo va a higienizar nuestras barras de serrín y nuestros cocidos en tres vuelcos. Comprar guantes aún parece comprar plutonio, cómo vamos a enguantar a todos nuestros devoradores de costillas y manitas de cerdo. Así que se pega el tajo en el local, en el hostelero, en el cliente al que sólo le tocará media sombra y media pechuga, en el pobre camarero o cocinero que quedará como la Venus de Milo, y así que se vayan apañando todos ellos, comiendo y viviendo también un 30% sólo, y reptando en vez de caminando si es lo que toca.
En realidad, desde el principio, la lucha del Gobierno contra el virus ha sido comodona. Negar la realidad era más cómodo que afrontarla. Encerrar a la gente era más cómodo que protegerla. Callar a los médicos era más cómodo que vestirlos. Comprar cómicos y periodistas era más cómodo que comprar mascarillas. Cantar góspel en el balcón o en Youtube era más cómodo que hacer test. Encargar los test al colega y que te los traiga aguados era más cómodo que buscar tú los buenos. No contar muertos o contagiados era más fácil que asumirlos. Inventar era más cómodo que hacer. Y, por supuesto, esperar era más cómodo que pensar.
Sánchez le ha encargado la desescalada al ministerio de los molinillos de papel y del apio, así que es imposible que pueda llevarse bien con la hostelería, que como es lógico espera dar de comer y beber a mosqueteros o a mineros del Oeste, no a cuatro señoras que hacen yoga con el gato. En general, es imposible que este ministerio y este Gobierno se lleven bien con la realidad, ni sanitaria ni económica. A la hostelería, como al transporte, como a los parados, como a los mismos infectados, sólo les recetan agujeros. Y tiempo. El tiempo que nunca tuvimos, que no tenemos. El Gobierno que acusa de comodones a los hosteleros que sólo pretenden sobrevivir es el mayor de los comodones, como ya se ha visto, como se sigue viendo cada vez que aparecen arrastrando los pies y quitándose legañas como plumas de almohada, y boqueras de tocino, y telarañas de castillo por el sobaco, estén igual entre desempleados o entre muertos. Es imposible que la crisis más grave de todas las generaciones vivas la puedan resolver estos comodones con la cuenta de la vieja y un matamoscas haciendo de rascador, de mando, de abanico y de varita mágica. A menos que la Nueva Normalidad sea comer yerba, no en boles sino en taparrabos. Y el que no esté cómodo, que se muera.
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