Con la mascarilla de sotabarba o de diadema, la mitad de España ha pasado a la Fase 1 y se ha sentado por fin en las terrazas bajo un sol fundador y desinfectante. España está dividida como en su plaza de toros eterna de sol y sombra, con potentados o con mirones, con abanico de lencería o con dientes largos. Las dos Españas ahora son éstas, una que gime por carceleras y otra que canta por alegrías. España ahora es una luna, es un eclipse que nos deja en una zona u otra, separados por cataclismos insalvables. Y, la verdad, como ya hemos dicho, no sabemos por qué. Sólo que así lo ha decidido ese comité de sabios escondidos con su marmita y con su teléfono de búnker, antiguo y negro como una máquina de coser antigua y negra; unos sabios que parecen, más que científicos, unos leves perfumistas del virus y de la política, oliendo, intuyendo, anticipando en el aire sus fragancias, sus inciensos, sus peligros sinuosos, sus recompensas arbitrarias, como los de una mujer fatal.
España está partida en dos como el mismo cielo y la gente se intenta adaptar un poco a ciegas, como a ciegas se está haciendo esta desescalada con datos escasos, fragmentarios o inventados, como arqueológicos, y baremos que sólo conocen los teólogos del virus, ahí encerrados con Fernando Simón y el Arca de la Alianza. No sabemos cómo matar al virus, pero intentamos domesticarlo, es lo que uno siente al ver a la gente en la Fase 1, gente que parece que aprende de nuevo a nadar en el aire, con inseguridad y respeto, como cuando íbamos a la playa después de haber visto Tiburón.
El hostelero que ha preparado una yincana para ir al baño, el camarero que ahora parece que se mueve con muletas, la peluquera que ha intentado preparar su peluquería como para abrir en Plutón sin saber nada de Plutón, los que están desinfectando con la plancha o con el matamosquitos, el que tiene la cerveza delante y no sabe qué hacer con la mascarilla y al final termina dejándola de parasol o de pajarita, o el que fuma con ella medio enganchada como un médico cínico de MASH. Están todos ahí como tirándole cacahuetes al virus, intentando domesticarlo, intentando que no les muerda, con más intuición que ciencia y con más imaginación que instrucciones gubernamentales.
España está partida en dos como el mismo cielo y la gente se intenta adaptar un poco a ciegas, como a ciegas se está haciendo esta desescalada con datos escasos, fragmentarios o inventados
La España de la Fase 1 no sabe qué hacer con las FFP2, que parecen un filtro de café, ni con la caña, ni con la propina, ni con los abrazos. Ahora el mundo está recién abierto y recién fregado, o sea resbaloso, incierto y perfumado de su propio miedo. Uno se puede reunir pero no se puede tocar, como amantes malditos. Se desean los jóvenes y parece un deseo de monjas y frailes, lleno de castigos y remordimientos futuros. Viene el camarero y uno se pregunta si el virus se pega menos a esos guantes de electricista o de sádico que a los dedos peludos y normales de los camareros. Las terrazas están cortadas por la mitad, como una cebolla cortada por un campanario, pero da igual porque la gente y las sillas se terminan juntando, como los animalillos, así con sus patas trotonas. Sí, no sabemos muy bien qué hacer.
Lo mejor es ser uno de ésos que ya iban a rozarse con cantimplora y musculito apenas se les dio permiso, los que ya se tomaban vacaciones desde el primer día porque el virus era un cuento o era un bicho que sólo muerde a los pringados. Esos inmunes por sus cojones, como Bolsonaro y tal. Para ésos nunca hubo reglas, así que las distancias, los geles, los horarios y la papiroflexia de las mascarillas les traen sin cuidado. Para los demás, supongo que era casi mejor el encierro. Uno asumía los riesgos de la compra o del médico y era un rato como de guerra, de bombardeo o de Amazonia. Pero luego la casa era un refugio, casi un fuego paleolítico. Ahora, todo pretende ser normal sin serlo y el virus sólo parece que ha ganado en paciencia.
La mitad de España está en Fase 1 y yo, en la otra cara de la luna, todavía miro de lejos para aprender o para ver si el Gobierno ha abierto la calle sólo como un laberinto de ratones. En el fondo, no sé si hay tanta diferencia entre fases, salvo la económica. Sigue estando el que se pone la mascarilla de bonete y el que se la pone como amuleto, el que hace botellón y el que mide la distancia como un saltador de altura, el que ya se ve playero y el que sale sin dejar de mirar a todos los demás como si fueran gatos negros. Y es que va a ser más importante nuestro comportamiento que las normas extrañas o arbitrarias de esta cucaña del Gobierno.
No sabemos muy bien qué hacer, pero algo habrá que hacer. Es justo lo que piensa el Gobierno, que nos ha abierto la calle no como ciencia sino como impotencia. El comité de sabios yo creo que está en su sótano sólo jugando al póker y mirando la hora en muchos relojes como del Pentágono. Somos nosotros los que tendremos que ir aprendiendo a beber con escafandra, a ponernos guantes de rectoscopia para salir de cañas y a asumir el bicho como un atropello o un desamor. En media España hasta las librerías parecen quirófanos, pero las playas se irán vaciando de arena para dejar sitio a la carne, como siempre. Al final esto no va a depender de las fases ni del Gobierno. Mejor sigan teniendo cuidado, estén en la cara de la luna en la que estén.
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