Aquí no va a venir ningún turista para ver a Simón en la tele con su miopía de leer datos viejos, ni para admirar nuestros balcones con la jaula del canario sobre la bombona de butano, ni para contemplar desde la ventana nuestras cigüeñas como dueñas medievales. O sea que aquí no va a venir nadie con esa cuarentena de 14 días que ningún guiri aguantaría encerrado así lo metan en sangría. El Gobierno va a obligar a esa cuarentena a todos los que vengan del extranjero, al menos mientras dure el estado de alarma, o la desescalada, o el relente, que nadie sabe cuánto van a durar. Por eso mismo los guiris no harán planes para venir, y nosotros sin guiris sólo somos un país de políticos y tertulianos. Apenas producimos nada aparte de infusiones de sol y migas de lunares del Café de Chinitas.
Nos vamos a quedar sin turistas y no se puede sobrevivir de ese señor que ha estrenado la Fase 1 tomándose un café de dos horas vestido de indiano en la terraza. Necesitamos turistas porque alguien nos dijo que eso ya es una industria, que nosotros hacemos tortillas como los alemanes hacen Mercedes y ahí ya teníamos riqueza suficiente sin tener que apretar tuercas ni cuadrarnos la cabeza. Montando guiris en burro, enseñándoles un flamenco más o menos apócrifo y cubano o un crepúsculo mozárabe con nuestro sol como una herradura incandescente, dejándoles playas con su arena de arroz y su borrachera salada, sacándoles nuestro cristianismo de cristos quemados y con agallas de sangre, explicándoles la arquitectura de pozo de nuestros claustros y de nuestras tabernas; con eso, decía, creíamos que ya teníamos el país marchando. Pero nos vamos a quedar sin turistas como nos hemos quedado sin padres y sin trabajo, mientras los sanedrines de doctores y politólogos pasan el tiempo decretando normas tardías o absurdas y tocándole palmas al virus como si fuera otro jubilado de Ohio.
No se trata de que el virus se controle o desaparezca, que para eso sólo hace falta tiempo, sino de conseguirlo antes de que todo se vaya a la porra
Ha dicho María Jesús Montero, ministra españolísima del capotazo, el sablazo y el birlibirloque, que “España sigue siendo el mejor destino turístico del mundo”, y que los turistas ya conocen nuestro gran sistema sanitario y eso será incluso un “reclamo”. Puede que incluso sea mejor reclamo que tengamos una de las tasas de fallecidos más altas del mundo. O las trolas que se marca el presidente con esos estudios levemente oxonienses o bostonianos (él quiere ir también de tipo levemente oxoniense o bostoniano). O hasta toda esa buena gente que se pone la mascarilla de peineta o de corbata, como un padrino de boda, o hace botellones como aquelarres de Goya. Todo esto será un reclamo, también nuestro gran sistema sanitario y la perspectiva aventurera de disfrutar del virus con tacto de bolsa de basura.
Aquí no va a venir ningún turista para oír en la tele de la habitación del hotel a Sánchez, hablando cada vez más flojito, amortajado de banderas y discursos dolientes (él sí hace discursos de dolorosa, con el sufrimiento clavado como puñalitos de costurero, no Ayuso, a la que sólo hicieron posar y salió algo intermedio entre Marlene Dietrich y Nosferatu). No van a venir los turistas a esta especie de paludismo ibérico sin mosquitera, sin plan, sin orden y sin fecha. No se trata de que el virus se controle o desaparezca, que para eso sólo hace falta tiempo, sino de conseguirlo antes de que todo se vaya a la porra. Como sólo tienen tapones de cera para el virus y para nuestras casas y la epidemiología les suena a Sánchez y a Iván Redondo a hacerse las ingles brasileñas o a coleccionar gemas, más bien se va a ir todo a la porra, empezando por el turismo, que es lo primero que se nos ve y casi todo lo que somos, como esos pueblos que son casi todo una plaza con fuente, cruz y mesón.
Aquí no va a venir ningún turista para echarse en remojo en la bañera dos semanas. Y como el virus está vago y camastrón, copiando a nuestro Gobierno, y seguimos siendo esa castañuela o ese pote de suvenir y esa Lolita Sevilla contratada o raptada incluso en Castilla (ay, Berlanga), nuestro verano de camareros huele a desierto. El Museo del Prado y el Museo del Jamón, el chiringuito para peregrinos y la paella de papel como un timo de la estampita, los helados de piedra de Gaudí y los tablaos de toreros con silla de enea, nuestro sol de tortilla y nuestras iglesias muy orinadas de niño santo y de oro, exactamente igual que nuestras playas… Tenemos poco más que eso y muchos espejos multiplicándolo por toda España. Pero si la cosa sigue así no llegarán los turistas. Nos quedará sólo ese señor falso indiano con una copa de manzanilla de dos horas, como si fuera Caballero Bonald; ese señor con la Fase 1 o la que toque para él solo. Y de eso no se puede vivir.
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