Cambiar el comportamiento de las personas es una de las cosas más difíciles que existen. Sobre todo si esos comportamientos proceden de hábitos ya hondamente instalados en la mente de sus protagonistas. Esta es la razón por la que resulta tan complicado lograr cosas como que la gente deje de fumar, coma de manera más saludable o se comporte con prudencia al volante. Acciones en las que, quien más y quien menos, todos podemos coincidir en su conveniencia, pero que a la hora de la verdad, cuesta “un mundo” lograr que se lleven a cabo en realidad.
Trasladado a la actual crisis del coronavirus, la combinación de comunicación sobre la alarma inmediata y palpable de contagios y fallecimientos (las malas noticias), junto con el reconocimiento diario de la sociedad, ya sea en los hospitales, en los supermercados o, simplemente, quedándose en casa, saliendo a los balcones a compartir aplausos con vecinos y, sobre todo, cumpliendo con las recomendaciones sanitarias, está dando buenos resultados en lo que a la campaña de la lucha contra la pandemia se refiere. Mucho mejores que si la campaña se hubiera limitado a hacer predicciones
catastrofistas sobre los efectos futuros de no cumplir las normas de confinamiento, higiene o distanciamiento social.
Básicamente, existen dos maneras de tratar de persuadir a una persona para que modifique su forma de actuar. Por advertencia y por expectativa positiva. El primero de esos enfoques se sustenta en el miedo a un posible futuro no deseado. El mensaje es: si continuas por esta senda, te arriesgas a sufrir estas horribles consecuencias. Este enfoque lo podemos ver en esas escalofriantes fotografías de enfermos de cáncer de pulmón que aparecen en las cajetillas de tabaco, o en esos anuncios de televisión que muestran a víctimas de accidentes de tráfico y la devastación de sus familias. Es una forma.
La creencia de que el miedo al futuro es un factor disuasorio para los malos hábitos humanos está bastante extendida. Sin embargo, los estudios que han tratado de demostrarla indican que su incidencia en cambios apreciables y duraderos de comportamiento es mínima. Sobre todo, si ese miedo está basado en una estadística, en algo que podría pasar pero que también podría no llegar a suceder. Ahí es cuando las personas nos agarramos como lapas a la estadística más favorable y recordamos que, a pesar del alto porcentaje de casos de cáncer de pulmón entre los fumadores, nuestro abuelo llegó a los 92 años y siguió echándose su cajetilla diaria hasta el final.
Hay otro enfoque, el de buscar el cambio de hábito basándonos en una proyección positiva de futuro. En esta aproximación las amenazas del “desastre que se avecina si no se cambia de rumbo” son reemplazas por “las enormes ventajas que nos esperan cuando consumemos el cambio”. Es pasar del “como no empieces a hacer ejercicio y comer mejor, puedes acabar sufriendo un infarto” a “si empiezas a hacer deporte y a alimentarte mejor, te sentirás más ágil, tendrás mejor aspecto y estarás más satisfecho contigo mismo”.
Ante los estímulos negativos nos convertimos en avestruces que esconden la cabeza.
Nuestro cerebro siempre va a preferir el segundo enfoque, porque biológicamente trabaja mejor con los estímulos positivos que con los negativos, con las buenas noticias que con las malas. La profesora de neurociencia cognitiva en el departamento de Psicología Experimental del University College de Londres, Tali Sharot, es una de las investigadoras que más ha profundizado en la prevalencia del optimismo en el cerebro humano. En uno de sus experimentos analizó el comportamiento de las personas que consultan las webs de información bursátil. Sus observaciones concluyeron que cuando la Bolsa sube, entran a informarse cuatro veces más lectores que cuando baja. Y es que las malas noticas inquietan al cerebro humano y le provocan una respuesta animal de huida. Ante los estímulos negativos nos convertimos en avestruces que esconden la cabeza.
Aunque para que el enfoque positivo funcione de verdad hace falta agregar un nuevo ingrediente. Y es que nuestro cerebro se sentirá mucho más inclinado a trabajar en esa expectativa positiva de futuro si obtiene ya algún tipo de recompensa en el presente, una especie de adelanto que nos reafirme en
nuestra voluntad de cambiar y nos confirme que el esfuerzo va a valer la pena.
Por ejemplo, si al poco tiempo de comenzar a salir a correr nos apuntamos a una carrera popular y conseguimos terminarla, ese modesto objetivo cumplido actúa como un potente estímulo que nos fortalece y, desde el presente, nos conecta ya con ese futuro deseado. Los cambios necesarios para poder conseguir un futuro mejor se construyen desde decisiones del presente que se basen en expectativas positivas alcanzables y que tengan efecto en el aquí y ahora.
Traducido a lenguaje Covid-19, no hemos superado aun la pandemia, pero cada día a las ocho de la tarde salimos al balcón a celebrar que ya estamos un poco más cerca.
Fernando Botella es autor de ¿Cómo entrenar la mente? Y aprender de forma exponencial
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