Los tres baluartes institucionales fundamentales de la España contemporánea son la Corona, la Unión Europea y la Justicia. La Corona, siempre en su sitio en los momentos críticos en defensa del bien común, sigue mereciendo –aún políticamente postergada en los últimos tiempos– una consideración ciudadana muy por encima del parlamento y los partidos políticos. De momento no parece que peligre el sostén de la UE, cuya pertenencia tanto en el orden político como económico y monetario ni siquiera discuten -por ahora- ni los populistas ni los independentistas. La Justicia, sin embargo, que siempre fue vista con recelo junto con el respeto a la ley por la izquierda y los secesionistas se encuentra ahora más amenazada que nunca. 

Desde tiempos inmemoriales, y muy particularmente en la Grecia ya de tiempos de Heródoto y no digamos en el periodo clásico de Pericles, la idea de libertad –como de democracia– estuvo siempre bajo el imperio de la ley, hasta el punto de que se acuñara entonces el concepto isonomía, cuyo significado literal es la igualdad ante la ley.

La izquierda española siempre se sintió heredera de la Revolución Francesa en la versión sectaria de Rousseau y Robespierre, y mucho menos de la vigencia del Espíritu de la leyes de Montesquieu; de ahí su incomodidad con la división de poderes -ejecutivo, legislativo y judicial– al considerar que la República unitaria de aquellos, enemiga de la democracia dividida y representativa de este último, era su modelo de referencia. 

La izquierda española siempre se sintió heredera de la Revolución Francesa en la versión sectaria de Rousseau y Robespierre

Desde que “la revolución americana” de los EEUU edificara su democracia sobre las tesis de Montesquieu, la doctrina política occidental se ha sustentado en un Estado de Derecho de base filosófica liberal que concilia sabiamente, bajo el imperio de la ley, la democracia con la libertad. Para Pedro Schwartz, en su imprescindible ensayo “En busca de Montesquieu. La democracia en peligro” (2006): “El principio de la separación y división de poderes, su mutua limitación y su necesaria coordinación, tienen su monumento en la Constitución de los EEUU de 1787”.

Aunque nuestra Constitución de 1978 recogió, como no podía ser de otra manera, la obvia división de poderes del Estado, en el verano de 1985 –apenas dos años después de llegar al poder– los socialistas consiguieron la aprobación de la Ley orgánica del poder judicial que politizó los órganos del poder judicial, cuestionando así la división de poderes del Estado. Una controvertida sentencia del Tribunal Constitucional -también politizado- ratificó dicha ley y así seguimos hasta ahora, incluso después de sucesivos gobiernos del PP que nada hicieron por regresar a la ortodoxia constitucional. 

Dicha reforma fue seguida de otra: el acceso a la carrera judicial sin oposiciones, con el llamado tercer turno, que facilitó la llegada a la judicatura de algunos profesionales valiosos junto con muchos otros sin especiales méritos y quizá amigos de “la política”. La meritocracia del examen riguroso y público de la capacidades profesionales que tan bien ha hecho siempre a la función pública –amén de ser un legítimo ascensor social– fue horadada por los progresistas

Recientemente, con motivo de la sublevación independentista catalana, la justicia ha intervenido cumpliendo inmaculadamente su función, con una independencia y rigor que han aliviado a la mayoría de los españoles y en consecuencia regenerado su prestigio. En tales circunstancias, los políticos de izquierdas y sus aliados secesionistas se han lanzado en contra de la independencia judicial y a favor de su sometimiento a “la política”. 

Mientras que los populistas de izquierdas, como ya han practicado con éxito en Venezuela y otros países hispanoamericanos, plantean abiertamente el fin de la independencia judicial para someterla al dictado de sus políticas pseudodemocráticas totalitarias con reformas del sistema de acceso a la carrera, que les gustaría controlar a su gusto y manera, el nuevo socialismo se ha apuntado a “la reconducción del conflicto catalán” al margen de la justicia.

La abogacía y la fiscalía general del Estado, han dejado de serlo para convertirse –con todo descaro– en servidores del Gobierno

Los progresistas y nacionalistas españoles se caracterizan por una ahistórica y extravagante concepción de la democracia según la cual la ley y su interpretación por los jueces deben estar supeditadas a una cierta –expresada ad-hoc– voluntad popular  que puede incluso abolir delitos cometidos, probados y juzgados con anterioridad.  Para todos ellos, la famosa respuesta de Lenin al insigne socialista Fernando de los Ríos: ¿Libertad para qué?, cobra vigencia en nuestro tiempo.

La abogacía y la fiscalía general del Estado, han dejado de serlo para convertirse –con todo descaro– en servidores del Gobierno. Ya ni siquiera se guardan las formas, tan seguros están los progresistas de su concepción totalitaria de la democracia. 

Y por si fuera poco, un juez-ministro de justicia destituye a un alto responsable de las fuerzas de seguridad del Estado en el curso de su obligada colaboración con la función judicial, con dos justificaciones, a cual peor: la primera, divulgada en la prensa amiga, se basaba en la mala calidad de ciertas investigaciones –que deberían ser secreto del sumario y por tanto desconocidas por el Gobierno– sin detenerse a considerar el delito de su interesada difusión; y la segunda, mediante una orden escrita del propio ministerio de Interior en la que se culpa al Coronel destituido de no saltarse la ley que le obliga a no revelar –salvo al juez- los resultados de sus pesquisas. 

Frente al enorme riesgo de que tales tesis puedan progresar, la sociedad civil debe alzar su voz para defender la integridad de nuestra democracia frente a sus declarados enemigos, alentando con sus votos a los partidos que se comprometan a defenderla, mientras se pone de relieve el enorme riesgo de descarrilar nuestro sistema político hacia un destino vergonzosamente  tercermundista que nos alejaría del Occidente ilustrado.

No sería la primera vez.

Los tres baluartes institucionales fundamentales de la España contemporánea son la Corona, la Unión Europea y la Justicia. La Corona, siempre en su sitio en los momentos críticos en defensa del bien común, sigue mereciendo –aún políticamente postergada en los últimos tiempos– una consideración ciudadana muy por encima del parlamento y los partidos políticos. De momento no parece que peligre el sostén de la UE, cuya pertenencia tanto en el orden político como económico y monetario ni siquiera discuten -por ahora- ni los populistas ni los independentistas. La Justicia, sin embargo, que siempre fue vista con recelo junto con el respeto a la ley por la izquierda y los secesionistas se encuentra ahora más amenazada que nunca. 

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