Lo ocurrido en las residencias de ancianos, ahora llamados "mayores", en estos tres meses largos de extensión del virus más mortífero de los padecidos en muchas décadas es un relato del horror, un horror inimaginable en unas sociedades se supone que desarrolladas, respetuosas con la vida y con altos índices de bienestar.
Y esto que ha sucedido exige con la máxima prioridad y con la máxima urgencia un replanteamiento radical no sólo de las condiciones médicas en que se encuentran esas residencias sino en la respuesta que desde un punto de vista ético se puede dar al cuidado de los pacientes, tengan la edad que tengan, en unas circunstancias de crisis sanitaria como la que hemos padecido.
El elevadísimo número de muertes en las residencias de mayores sobrecoge. Y lo hace aún más cuando uno se asoma al relato de lo que ha estado sucediendo en estos meses en el interior de estas instituciones sean públicas o sean privadas.
Las residencias han sido el último eslabón en la atención sanitaria. Y, siendo un hecho que el personal sanitario ha carecido de manera dramática de equipos de protección durante las primeras semanas de la crisis, lo cual explica el escandalosamente alto número de profesionales contagiados por el coronavirus, lo sucedido en el seno de estos llamados centros de atención socio sanitaria supera con creces la ya espantosa situación padecida en los hospitales españoles. Si los médicos y demás personal sanitario no ha estado convenientemente protegido, en mucha menor medida lo ha estado el personal de las residencias al cuidado de nuestros mayores.
Y eso es así porque se ha puesto de relieve la auténtica consideración que las sociedades occidentales -porque lo que ha pasado en España ha ocurrido también en muchos otros países de la UE- tienen de las personas mayores: ninguna. Por eso son los últimos en todo y en este caso han sido también los más desatendidos por las administraciones públicas de la mayor parte de las autonomías.
Un edificio antiguo con una arquitectura endiablada, un virus escurridizo, un mando dubitativo, la ausencia de material de protección y […]
Pero no nos engañemos: en Castilla y León, Madrid, Valencia, Cataluña y otras, cuyos responsables políticos han sido denunciados por homicidio imprudente, trato vejatorio, prevaricación y denegación de auxilio, tendrán que responder ante los tribunales, pero el destino de multitud de ancianos ingresados en los hospitales, es decir, no abandonados a su suerte en su residencia, ha sido en muchos casos el mismo. Unos y otros, los unos menos, los otros más, han sufrido la misma suerte.
Y eso por una razón: porque también en el ámbito hospitalario los médicos se han visto ante la atroz tesitura de tomar decisiones que conllevaban con seguridad inexorable la muerte de un paciente. Eso ha sucedido cuando, ante la falta de respiradores o de camas de UVI en un momento determinado, un doctor ha tenido que optar entre prestar una decisiva ayuda médica a un paciente de 45 años o a uno de 87. No podía ayudar a los dos porque no disponía de medios y, ante ese tremendo dilema, ha optado siempre o casi siempre, por ayudar a vivir a quien tenía más vida por delante, lo cual significaba que condenaba inexorablemente a morir a quien ya había vivido más que el anterior.
Esto lo hemos leído y escuchado repetidamente de boca de los propios médicos, traumatizados por tan desgarradora experiencia, a lo largo de aquellas semanas angustiosas en que no había ayuda para todos los que la necesitaban. Y si eso sucedía en los hospitales con un personal sanitario que se ha dejado la piel y la estabilidad emocional en el cuidado de los enfermos, lo padecido en las residencias de mayores multiplica el drama por cien.
El elevadísimo número de muertes en las residencias sobrecoge. Y lo hace aún más cuando uno se asoma al relato de lo que ha estado sucediendo en el interior de estas instituciones
No se trata de que los responsables de esos centros hayan denegado su auxilio a sus residentes. Se trata de que no tenían ningún medio para hacerlo y se trata de que sus angustiosas llamadas de ayuda han sido lo último que han atendido, y eso cuando lo han hecho, los responsables de las administraciones autonómicas, ya extraordinariamente desbordados por el avance de una pandemia ante la que no había recursos suficientes para hacerle frente.
Por eso se han muerto nuestros ancianos en esa proporción que estremece. Porque en primer lugar un residencia de mayores no es ni de lejos una clínica. Es un lugar en el que se cuida a sus residentes pero no un lugar en el que se les cura. En los tiempos de sosiego sanitario, cuando un anciano tenía algún problema, no necesariamente de extrema gravedad sino sencillamente mayor de lo que el médico de la institución podía resolver con métodos asequibles, se le llevaba inmediatamente al hospital.
Y eso es lo que no se ha hecho ahora porque en los hospitales ya no había sitio para todos. Y había que priorizar. Por eso hemos sabido de instrucciones emitidas por varias administraciones autonómicas en las que se aconsejaba "atender" en la misma residencia a personas que no cumplieran determinadas condiciones de, digamos, "viabilidad". Eso que en términos técnicos se llama "triaje" y en términos más populares se llama "separar el grano de la paja". La paja son los viejos y el grano los más o menos jóvenes.
La Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG) ha asegurado que "el único culpable" de lo ocurrido en las residencias […]
Lo mismo ha ocurrido con los relatos espeluznantes de ancianos ya fallecidos que permanecían durante días en sus camas. No se trata de que los responsables de esos centros hayan incurrido en un delito de omisión de socorro ni de dejación de su responsabilidad de atender a quienes habían muerto y procurarles el tratamiento y la atención exigibles. Es que las funerarias no daban abasto en la mayor parte de los casos o que tampoco los empleados de esos servicios disponían de material de protección para entrar a recoger cadáveres sin correr riesgos enormes.
Esto tiene que ver con un modelo de organización social que arrumba a los mayores al desván de la comunidad y por esa razón en situaciones de emergencia son los primeros en pagar con su vida la falta de recursos. Eso es lo que la sociedad española debería revisar. Sobre todo porque es espantosamente injusto y porque es indecente.
Lo ocurrido en las residencias de ancianos, ahora llamados "mayores", en estos tres meses largos de extensión del virus más mortífero de los padecidos en muchas décadas es un relato del horror, un horror inimaginable en unas sociedades se supone que desarrolladas, respetuosas con la vida y con altos índices de bienestar.