Después del virus llegó ese cocodrilo de Valladolid, como un dios egipcio por el Pisuerga o por el Campo Grande, comiéndose esos pavos reales de por allí como a señoritas con abanicos de ojos de Dalí. Todavía es pronto para las serpientes de verano, esas anécdotas que sustituyen a las noticias cuando todo lo que hay es carne en salmuera y el sexo de cangrejo de los veraneantes. Aún hay noticias, lo que ocurre es que no son buenas. El virus no se ha ido, los muertos se pierden por los sotanillos ministeriales y la economía nos espera para repartirnos cucharas de palo. Pero lo vamos olvidando con unos telediarios llenos de gente que bebe cerveza como la banda de Robin Hood, con Nacho Vidal haciendo chamanismo bajo la pagoda butanesa de su falo, con la gente que vuelve a pedirle la paz en el mundo al guardia municipal, y ahora con este cocodrilo, que sólo es un lagarto vestido de Coronel Tapiocca.
Hemos adelantado el verano. Quiero decir que lo ha adelantado el Gobierno. Nos espera un verano de guiris y de boas en tiendas de campaña, que ha empezado por este cocodrilo simbólico y abanderado como un tenista de Wimbledon. En cuanto el Gobierno puso fecha al regreso del turista, supimos que Sánchez nos había traído el verano como un disco de Georgie Dann. Esto, claro, suponía olvidar el virus. Es más difícil esconder el paro y la ruina que esconder los muertos en sus jarrones de abuela, o contar y descontar casos (Simón cuenta el virus como un pastor ovejero dormilón cuenta sus ovejas, y hasta se viste de eso mismo). Decidió Sánchez, pues, traer el verano, que eran unas fases todas mezcladas con gaseosa y pies por debajo de la mesa, con la responsabilidad sanitaria recayendo en los cumpleaños con karaoke y en el reencuentro de los follamigos.
El virus no ha durado todo lo que dura la enfermedad, sino sólo lo que ha durado el confinamiento de la naturaleza, la del runner o la del terracero o la del ligón o la del pancartero o la del fanático
Sabía Sánchez que el españolito entraría en modo gazpacho, en modo mirón, en modo chancleta, apenas le abrieran el verano como un kiosco de helados. Sabía que hablar del virus iba a dar calor, como hablar de cocidos, que lo íbamos a ir eliminando de la actualidad y de la preocupación como las borrascas. Cuando vi que los ministros, que antes se ponían tras el atril envarados de haberse tragado el cayado de autoridad, de repente daban la rueda de prensa sentados, así como en un pedalo, supe que ya había terminado todo, que el verano se nos iba a llenar de medusas y de culos mordidos y que todos los bichos volverían a la ensaladilla, que hace como islas griegas de microbios.
Hemos olvidado el miedo y nos fascina un cocodrilo, ese cocodrilo como si fuera Godzilla por Valladolid, comiéndose una valla publicitaria de Parquesol como las letras de Hollywood. O Nacho Vidal, de repente con una espiritualidad de crudívoro nudista, pollón y ligón, con calita, setas y ruló. El virus, que sólo se veía en el miedo del propio vaho y de la propia habitación, como esas moscas de la vista, no se ve en verano. No hay miedo en verano, sino una aventura de selvas para los ojos, la curiosidad, el aburrimiento y la carne. Ya no nos fijamos en un tío que lleva la mascarilla como chepa (lo he visto, como un dragón de Comodo con una bolsa de plástico en la mano). Ahora sólo nos fijamos en cómo un solo dedo sostiene toda la sandalia de una chica igual que todo su pudor, o en unas corvas con relleno y líneas y resol de melocotón, y hasta en un cocodrilo del Nilo como una barcaza de Cleopatra.
Después del virus ha venido un cocodrilo como un tigre de espejismo, o sea que ha venido la naturaleza sin más, que creo que es la gran lección. El virus no ha durado todo lo que dura la enfermedad, sino sólo lo que ha durado el confinamiento de la naturaleza, la del runner o la del terracero o la del ligón o la del pancartero o la del fanático. El virus seguirá pero ahora será indistinguible de que te muerda un cocodrilo como un broche, o unos ojos verde pleamar, o una carabela portuguesa, o el segurata de la playa, o el alcalde de tapas, o un tío con megáfono, o la política de siempre. Volverá el sol como un gran pezón, y las noches de amor con deltas de arena en los brazos, y volverá incluso la política, que parecía que con el virus sólo podían hacerla los practicantes.
Han soltado a guiris, a activistas, a chiringuiteros, a heladeros en bicicleta, a chicas de sorbete con marejada y ombligo de concha marina. Han soltado a cocodrilos y a tiburones rondadores como el deseo. No es tanto la economía como la naturaleza, y el Gobierno lo sabía. Yo creo que ya no hay vuelta atrás. Vamos a olvidar al virus o vamos a pisarlo como a una aguamala o como a ese cocodrilo que confundiremos con una estatua de arena o con su templo de Sobek. Lo vamos a olvidar o lo vamos a querer pisar porque es lo que pide la naturaleza y el Gobierno ha contado con ello. Quizá haya suerte o quizá ya estamos condenados, como al mirar a esa chica con ojos de sargazos.
Después del virus llegó ese cocodrilo de Valladolid, como un dios egipcio por el Pisuerga o por el Campo Grande, comiéndose esos pavos reales de por allí como a señoritas con abanicos de ojos de Dalí. Todavía es pronto para las serpientes de verano, esas anécdotas que sustituyen a las noticias cuando todo lo que hay es carne en salmuera y el sexo de cangrejo de los veraneantes. Aún hay noticias, lo que ocurre es que no son buenas. El virus no se ha ido, los muertos se pierden por los sotanillos ministeriales y la economía nos espera para repartirnos cucharas de palo. Pero lo vamos olvidando con unos telediarios llenos de gente que bebe cerveza como la banda de Robin Hood, con Nacho Vidal haciendo chamanismo bajo la pagoda butanesa de su falo, con la gente que vuelve a pedirle la paz en el mundo al guardia municipal, y ahora con este cocodrilo, que sólo es un lagarto vestido de Coronel Tapiocca.
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