El Gobierno ya ni gobierna ni contesta, sólo te cita para tomar café, como un amigo lejano o un amor negado que luego además ni aparece. La mayoría de los cafés no se toman, no suceden, dejan sus manos en el aire, sus tacitas colgadas como teléfonos rococós y su vapor de leche antigua aguantando otro accidente industrial, mientras alguien se queda como un novio plantado en el mismo café. El amigo lejano o la amiga ambigua en realidad no quieren tomarse un café contigo, claro, sino quitarse de en medio. Tampoco el Gobierno quiere contestar nada, sino convocarte a ese desprecio sin fecha dirigido a los amigos coñazo, los malqueridos y los pagafantas.
Los cafés deberían ser el lugar de la oposición, ahí aguardando respuestas que no llegarán como un romance perdido
Carmen Calvo prefirió invitar a café a Cayetana Álvarez de Toledo antes que contestarle. Y no es que la respuesta requiriese un café largo, denso y encorado, con colegueo y biblioteca detrás, como una pregunta del coronel Pickering al profesor Higgins. Aunque Calvo mencionara que la pregunta de Cayetana le había parecido “enciclopédica”, con mucha filosofía y mucho cartapacio, la respuesta era simple. Eso sí, era impronunciable para Calvo: que el Gobierno tiene que sacar golpes de estado con cenefas de bigotones y galopes apócrifos como el de Pavía porque sin la crispación, la deslealtad y la ultraderecha con casco de cacerola, el Gobierno se queda en un gabinete de ventas que no sabe qué hacer con vivos ni con muertos y que sólo usa el poder para tapar bocas y pintar monas. Para eso no hacen falta dos horas, ni un café de larga tibieza ayudada por el sol plisado de los ventanales o por unas manos de enfermita o de bohemio, ni un fondo de poetas muertos o de próceres de ateneo o de ensanche. A Calvo le salió lo del café porque la alternativa hubiera sido la callada o el desmayito.
El Gobierno no puede contestar con la verdad ni tampoco insistir mucho con la bronca, porque se ve que la están azuzando ellos. Es decir, no se puede salir una y otra vez con lo de la crispación cuando son ellos los que hablan de golpe de estado mientras la oposición sólo pregunta los muertos que hay o señala que no se pueden dar órdenes ilegales a los funcionarios, menos a los que llevan pistola barnizada y están obedeciendo a un juez que, encima, se va encabronando de hilo fino cada vez más por las injerencias del Gobierno. Así que ya sólo les queda eso, citar a la oposición en esos cafés del olvido, esos cafés donde se guarda siempre el invierno, donde se asesina con mantequilla el amor, la amistad o los negocios, y quedan poemas hechos con el dedo como en las despedidas en trenes.
Los cafés están hechos para esperar, para que se pierdan la mirada y el tiempo y la esperanza. Los cafés deberían ser el lugar de la oposición, ahí aguardando respuestas que no llegarán como un romance perdido y un poco francés. Éste ha sido el hallazgo de Carmen Calvo, sacar a la pesada oposición del Congreso y llevarla a remover una cucharilla de lágrimas o de manecillas de reloj en largas tardes de lluvia interior, que eso es lo que pasa siempre en los cafés, que llueve dentro cuando no llueve fuera, y al revés. Quiero decir que el café de Carmen Calvo no es un recurso, ni una ocurrencia, sino que puede ser el nuevo parlamentarismo, un parlamentarismo en el que el Gobierno decida rendir cuentas mandando a la oposición a mirar pasteles como el que va a mirar trenes, y a que le dé vuelcos el corazón con la campanilla de la puerta, todo para dejarla al final abandonada con esa gente triste y apalomada de los cafés, indistinguible de sus abrigos colgados. Pablo Iglesias, que tampoco tiene ganas de contestar a nada, se ha dado cuenta de la fuerza y el futuro que hay en eso de mandar a la oposición a tomar café, quizá a esos cafés con mesa de lápida, como el de La colmena. Así que el vicepresidente hizo lo mismo con Egea, citarlo para un café y luego sentarse como si fuera la reina de Inglaterra invitando a té, con un movimiento de micrófono como el de una cola de armiño. Ése va a ser el nuevo desprecio, no sólo no contestar a nada, sino mandarte a esperar al café de los desengañados, con el tiempo bebido en sus clepsidras calientes, y una luz de aristocracia rusa o de capilla nevada, y guantes sobre la servilleta como el sitio de las otras manos, y mazos de preguntas como cartas de amor o como milhojas. Yo aceptaría la invitación, siquiera por saber si se trata del café de la humillación, de la confidencia, del perdón, del mentiroso, del conspirador o del cobarde.
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