Simón es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los clavos grises de sus ojos son duros cual dos balas de plata recién cargadas. Lo dejo suelto, y se va al sotanillo, y acaricia redondamente con su pelusa, rozándolos apenas, las estadísticas cenicientas, las caligrafías de los muertos, los nidos de la enfermedad secos, hundidos y calientes... Lo llamo dulcemente: ¿Simón? y viene a mí con un manoteo alegre que parece que se ríe en no sé qué asfixia absurda y mortal. Come cuanto le doy. Le gustan las flores de duelo lorquianas, las plagas lamidas sobre las manos de ángeles, todas enguantadas; los terrones de insectos desenterrados de otra semana, podridos como granadas; las pequeñas vidas de lagartijas que se le escapan como espejismos flamígeros, las ciruelas lívidas como bocas con su gota de mentira y veneno. Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña; pero fuerte y seco por dentro como de nuez. Cuando paso con él, por las tardes, hacia la rueda de prensa, los hombres del Gobierno, vestidos de plástico y oficina, entusiasmados, se quedan mirándolo. “Tie’ morro...”. Tiene morro. Morro y mimos de cachorro, al mismo tiempo.
Ustedes me perdonarán esta licencia, pero ser icono pop, más como un ewok que como Einstein, me parecía poco para Fernando Simón. Simón merece ser un icono total de la cultura universal, porque no representa solamente una época sino el alma humana, como el Quijote o Fausto o el Principito. También como Platero, que no es un burrito sino el poeta mirando, inaugurando, rozando y describiendo el mundo igual que el animal, desde dentro del animal. Simón no es que sea alguien que da ternura y calor, una persona que es en sí misma un estampado de vaquita. Es mucho más. Simón es la política mirando al mundo desde dentro de un burrito. Simón es más política que los políticos como Platero es mucho más que Juan Ramón, es un Juan Ramón a la vez puro y tramposo que hace que creamos que aquel burrito es algo para niños cuando es un dios animal que forja y explica el mundo entero. Simón también nos explica la política entera, que es mandarnos a acariciar burritos mientras el poder puro y salvaje se apropia de los campos, de los trabones, de los cementerios, del lenguaje y de la vida.
Simón también nos explica la política entera, que es mandarnos a acariciar burritos mientras el poder puro y salvaje se apropia de los campos, de los trabones, de los cementerios, del lenguaje y de la vida
Platero suplanta al poeta, le presta sus ojos nuevos de pozos y abejas. Igualmente, Simón es el funcionario que suplanta al político y le presta su pelo quemado de ciencia, su olor de pipa de padre y su tacto de lana de madre. O sea, Simón presta la razón, la autoridad y la ternura a una política que ya empieza a estar harta de guapos de piscina. Simón es el gran descubrimiento político de este fin del mundo, como Platero es el gran descubrimiento de la poesía del fin del modernismo. El sanchismo se cansaba con ese cansancio muscular, físico, que tiene el guapo al hablar o al pensar, cuando llegó Simón no como un científico ni como un cachas, sino como un abuelo con nuestra niñez tallada a navaja.
Simón no es un científico, o no ejerce como científico. Ejerce de burrito con crin de toda la infancia y de mecedora en la chimenea. Es la mentira sentimentalizada. Su gestión no llega a ser un desastre porque él no ha gestionado nada, igual que Platero no escribió su libro. No voy a insistir en sus errores o pilladas, en su ceguera prospectiva y retrospectiva, porque su falsa ciencia de calco sólo seguía punto a punto, como una derivada, la curva que le marcaba la política. No va uno a desprenderse de juanramonismo a estas alturas del artículo para repetir todas las frases que podrían estar en sus camisetas: lo de “no vamos a tener más de un caso diagnosticado o dos”, o “no es necesario que la población use mascarilla”. Aunque lo que más me inquieta es ese latiguillo descorazonador, “en este momento” o “por el momento” o algo similar siempre, algo que le incapacita para alertar de nada en su centro de alertas ni para prevenir de nada en su oficina de apuntar contagios y muertos a destiempo, como un antiguo armador.
Es la mentira sentimentalizada. Su gestión no llega a ser un desastre porque él no ha gestionado nada, igual que Platero no escribió su libro
Sí, Simón merece ser un icono cultural total y universal. Es poca cosa una camiseta con la lengua fuera, como Einstein o un guitarrista de Kiss. Sobre todo porque la gente con ese Simón o ese Einstein o esos Kiss electrocutados normalmente no sabe de ciencia ni de rock. Simón como icono pop sólo parece burlarse de los que se creen su pose o su ronquera, igual que Einstein se burla de los que resumen lo suyo con un “todo es relativo” (lo que hace revolucionaria su teoría es precisamente que hay una cosa que no es relativa: la velocidad de la luz en el vacío). Pero Simón es mucho más que una moda o un fetiche de colegiala. Es la política que nos mira como a niños desde un disfraz de niño, como Platero. “Dondequiera que haya niños existe una edad de oro”, recuerda Juan Ramón a Novalis al comienzo del libro. Platero y yo remata al romanticismo pero aún lo cita. Forma parte de la trampa. También en política.
“La ruina acabó su obra sobre nosotros tres—ya tú sabes—, y sobre su desierto estamos en pie (...). Ojalá pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor será que no piensen... Así no tendrán en su memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de mis impertinencias”. Esto no es pop, sino eternidad.
Simón es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los clavos grises de sus ojos son duros cual dos balas de plata recién cargadas. Lo dejo suelto, y se va al sotanillo, y acaricia redondamente con su pelusa, rozándolos apenas, las estadísticas cenicientas, las caligrafías de los muertos, los nidos de la enfermedad secos, hundidos y calientes... Lo llamo dulcemente: ¿Simón? y viene a mí con un manoteo alegre que parece que se ríe en no sé qué asfixia absurda y mortal. Come cuanto le doy. Le gustan las flores de duelo lorquianas, las plagas lamidas sobre las manos de ángeles, todas enguantadas; los terrones de insectos desenterrados de otra semana, podridos como granadas; las pequeñas vidas de lagartijas que se le escapan como espejismos flamígeros, las ciruelas lívidas como bocas con su gota de mentira y veneno. Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña; pero fuerte y seco por dentro como de nuez. Cuando paso con él, por las tardes, hacia la rueda de prensa, los hombres del Gobierno, vestidos de plástico y oficina, entusiasmados, se quedan mirándolo. “Tie’ morro...”. Tiene morro. Morro y mimos de cachorro, al mismo tiempo.
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