El gasto público sin fin  ha devenido un dogma político de los socialistas -de todos los partidos– asociado a consecuencias que solo pueden ser para ellos -acríticamente– benéficas. El único límite a esta irresponsable visión del gasto está determinado por la posibilidad de financiarlo de cualquier manera, incluido el endeudamiento de las nuevas generaciones que ni disfrutarán de sus supuestos beneficios ni podrán ser consultados acerca de la hipoteca que se les impone sin consultarles.

Si en los albores de la democracia liberal en EEUU estuvo de moda la obvia frase: non taxation without representation, tal incuestionable principio ha venido siendo vulnerado sistemáticamente por muchos estados con España a la cabeza, hasta el punto de contraer deudas públicas que tendrán que pagar quienes carecen de representación parlamentaria…por no haber siquiera nacido.

A esta desvergonzada política se le une algo aún peor: lo que importa es gastar por gastar, hasta el punto de que ni el despilfarro –abundantísimo- ni la eficiencia económica del gasto forman parte del vocabulario de los políticos socialistas.

Enfrentados a la segunda fase de la pandemia -después de la crisis  sanitaria viene la económica–  estamos más obligados que nunca a tratar con seriedad y rigor el gasto público, y si el gobierno fuera suficientemente responsable, incluso para hacer de la necesidad virtud.

En el frente del despilfarro –¿habrá algún español que no lo dé por cierto?– existe un remedio infalible que habría que aplicar de inmediato: el presupuesto base cero.

El “Presupuesto base cero” –PBC— , que en lenguaje castizo  podríamos denominar “borrón y cuenta nueva”, fue introducido en 1961 por  Robert McNamara en el Ministerio de Defensa norteamericano y en 1970 en la empresa Texas Instruments, con objeto de poner fin al tan generalizado como infundado criterio presupuestario de aumentar rutinariamente las partidas de gasto sin pararse a pensar si todas ellas deben ser objeto de aumento, si este debe repartirse por igual o si algunas de ellas deben ser simplemente eliminadas.

Lo que importa es gastar por gastar, hasta el punto de que ni el despilfarro –abundantísimo- ni la eficiencia económica del gasto forman parte del vocabulario de los políticos socialistas

En una reciente incursión de la prestigiosa Harvard Business Rewiew en el método del presupuesto base cero podemos leer que “es elegantemente lógico: los gastos deben ser justificados en cada nuevo periodo presupuestario sobre necesidades y costes demostrables, en oposición al método más común de usar el presupuesto del año anterior como base de partida…. El PBC es una vía clara e intuitiva para eliminar costes que no puedan ser racionalmente justificados”.¿Quién puede estar en contra de este razonamiento?

En cualquier organismo es extremadamente sano practicar el presupuesto base cero de vez en cuando, es decir detenerse a pensar caso por caso por: la pertinencia  –es decir la utilidad– del gasto, si este debe reducirse o aumentarse, la cuantía -nunca igual- de la disminución o aumento de cada partida -cuanto más desagregadas mejor–, etc. 

Según ha investigado Juan Miguel de la CuétaraLímites del Estado, 2019– en el año 2014 el Ministerio de Hacienda tenía contabilizados  18.921 organismos públicos. ¿Alguien duda de la inutilidad de muchos, si no casi todos ellos? 

La eliminación, o al menos una severa reducción del despilfarro, no resolverá el problema de déficit público ya que las pensiones, el desempleo, la sanidad, la educación son partidas deimportancia económica superior, pero al menos conseguiríamos dos importantes fines: la decencia moral de  no hacer dilapidaciones del dinero de los contribuyentes y el consecuente ahorro, que sin representar una panacea, sería muy significativo

Puesto que cada vez será mas difícil endeudarse y subir los impuestos perjudicaría la recuperación económica, un gobierno responsable debería reducir el despilfarro y aumentar la eficiencia del gasto público

Por otra parte, aunque el sabio economista William Baumol advirtió hace mucho tiempo acerca de las dificultades intrínsecas que existen para mejorar la productividad -hacer más con menos– del sector público, fundamentalmente el intensivo en costes laborales como la educación y la sanidad, ello no obsta para que pueda mejorarse; sobre todo con las nuevas tecnologías digitales que no existían cuando formuló su tesis.

La crisis sanitaria del COVID ha puesto de manifiesto una gran dispersión de gasto sanitario y eficiencia del mismo. Es bien conocido que los países con mayor gasto no son necesariamente los más eficientes, lo que resulta significativo en los casos de España y EEUU; nuestro país obtiene resultados mejores que EEUU con menos gasto. Se trata de un caso claro de éxito-ya expuesto en esta columna- que sin embargo nuestros progresistas son reacios a admitir, como se demuestra en el caso de la Comunidad de Madrid.

Dogmatizan los progresistas acusando a esta comunidad por haber gastado menos que otras o que antes. No reparan en absoluto en si se gastó mejor, es decir, fue más eficiente;y  resulta que los datos no pueden ser más elocuentes:

  • Creciente número de sanitarios y por encima de la media nacional por habitante.
  • Mayor inversión en hospitales y centros de salud que en cualquier otra comunidad.
  • Listas de espera mejores que en casi todas las comunidades.
  • El 80% de los mejores hospitales públicos de España y el 60% de los privados están en Madrid.
  • En el último Informe Trianual de la Sanidad de la Unión Europea, Madrid es la segunda mejor región de la UE, tras Estocolmo.

No deja de ser asombroso que se critique a Madrid por su alta eficiencia comparativa; es decir, por gastar poco y conseguir mucho. Tal es la absurda concepción progresista del gasto público.

Lamentablemente las administraciones públicas y sus satélites empresariales, normalmente no operan con las sanas reglas del mercado; ni compiten con nadie ni se plantean objetivos de mejoras de eficiencia. De este modo el gasto público no solo crece sin parar, sino que además la eficiencia de su uso tiende a decrecer con el tiempo. A los ciudadanos cada vez les cuesta más impuestos hacer lo mismo, lo contrario que en el mercado en el que la competencia cada vez da más por menos.

Puesto que cada vez será mas difícil endeudarse, al menos incondicionalmente, y subir los impuestos perjudicaría la recuperación económica, un gobierno responsable debería comprometerse –con planes bien precisos- a reducir el despilfarro y  aumentar la eficiencia del gasto público: dos asignaturas pendientes que –en tiempo de exámenes–  deberíamos aprobar sin demora. Una actuación de este tipo dejaría, además,  sin argumentos a los “halcones del norte” y facilitaría enormemente la financiación de la UE.

Si además de ello, el gobierno escuchara a la empresarios “sin perder el tiempo” como tan oportunamente ha señalado S.M. El Rey, y actuara a favor de las tan obvias como positivas propuestas de la Cumbre Empresarial de la CEOE, España podría afrontar el difícil futuro con muchas garantías de éxito.

El gasto público sin fin  ha devenido un dogma político de los socialistas -de todos los partidos– asociado a consecuencias que solo pueden ser para ellos -acríticamente– benéficas. El único límite a esta irresponsable visión del gasto está determinado por la posibilidad de financiarlo de cualquier manera, incluido el endeudamiento de las nuevas generaciones que ni disfrutarán de sus supuestos beneficios ni podrán ser consultados acerca de la hipoteca que se les impone sin consultarles.

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