Las orejas picudas de Sánchez son la vulva falo y el presidente es el andrógino divino, como un dios hindú que toca la flauta sobre una pierna y sobre el huevo cósmico. Al final, John Carlin se ha quedado en su crónica en una cosa mamífera, fetichista y ochentera, en un macho alfa de leñera, como si el presidente fuera Chuck Norris. Lo de John Carlin, eso que ha escrito como entre desnudeces de marabúes rosa flamenco, es un calentón con alfombra de oso, o con pajar de mozo de cuadra, o con legionario con pectorales depilados, brillantes y temblones como branquias. Carlin se ha quedado en el porno cuando lo de nuestro presidente es una sensualidad teológica, como El Cantar de los cantares, el amor divino expresado a través de éxtasis de pastores, o sea del pueblo.
Carlin no es un escriba, ni un bardo, ni un pelota. Es una colegiala y por eso no es capaz de definir a Sánchez en toda su magnificencia
Las orejas picudas de Sánchez, el tótem fálico con sombra de lobo, el sexo y la sangre, el sexo y la violencia, el sexo y el poder, el sexo y el dulce sometimiento de una grupa, como el de la luna ante el aullido de la fiera. Sánchez como un fauno raptor, como una serpiente de fuente romana, como una poderosa erección babilónica de zigurats ajardinados. Sánchez como un dios con sus muslos como columnas, con su espalda de atlante, con su mandíbula carnicera, con su pubis de acanto. Algo así quería decir Carlin, sin saber hacerlo, claro. Lo de Carlin parece un pigmalionismo de Sánchez, una idolatría mezclada con ese sexo somnoliento y taciturno de las estatuas o de monjas perversas ante las estatuas. Carlin no ha entendido a Sánchez y se ha enamorado como una animadora, por eso la crónica está llena como de explosiones de chicle con saliva y de triángulos de braguita blanca vislumbrados. Pero al hacer esto, al reducir a Sánchez a su sexualidad minotáurica y algo paleta, Carlin ignora al verdadero Sánchez, a la religión que es Sánchez.
Las orejas de Sánchez, picudas como pupilas felinas, como dagas de Las mil y una noches, como ojos de Bowie. Sánchez deslizante, con su tersa y salvaje sexualidad de Drácula (otra vez la sangre, la violencia, el cuello y la vena, igual que aquella foto de sus brazos con vena, como un sexo transpositor). Sánchez de un satén de mármol, con músculos de lava blanca, paseando por su territorio entre chorritos freudianos, señalando árboles edénicos como nombrando los primeros pecados, dejándote entrar en esas habitaciones de tigre y colonia, en esa Moncloa como un picadero de Lorenzo Lamas. Esta fantasía de Sánchez gladiador, de Sánchez entre póster de Cristiano Ronaldo y Sandokán en toalla. Carlin es un sensualista primario, o sea deslumbrado por las formas penetradoras y la potencia de émbolo de lo masculino, con resol dionisíaco de vino y rebaba. Carlin no es un escriba, ni un bardo, ni un pelota. Es una colegiala y por eso no es capaz de definir a Sánchez en toda su magnificencia. Las orejas de Sánchez, grandes, picudas y sagradas como esculturas de tribu. Carlin mira las orejas de Sánchez como sustituto y agarradero. El macho alfa con sus rituales de macho alfa, con el bocado en el cuello, con la pisada sobre el dominio, con la marca de su sombra testicular.
Carlin se rinde como si fuera una leona o una vaca. O más como si fuera doña Inés, olvidando una sublime mística por la simple rigidez de un bigote. Porque Sánchez es mucho más que un macho de atalaya y de gallina ponedora. Las orejas picudas de Sánchez, vulva falo del hermafrodita primordial, yin y yang, masculino y femenino, espada y cáliz, verdad y mentira, izquierda y derecha, arriba y abajo, alfa y omega, principio y fin, dualidad de la creación, panteísmo del caos. Sánchez es el Uno parmenidiano, no hay más que Sánchez y no puede dejar de haber Sánchez, ens realissimum, causa no causada, motor inmóvil, dador de realidad y de sentido. Claro que luego va un adolescente y sólo ve árboles de pollas por la Moncloa.
Las orejas picudas de Sánchez son la vulva falo y el presidente es el andrógino divino, como un dios hindú que toca la flauta sobre una pierna y sobre el huevo cósmico. Al final, John Carlin se ha quedado en su crónica en una cosa mamífera, fetichista y ochentera, en un macho alfa de leñera, como si el presidente fuera Chuck Norris. Lo de John Carlin, eso que ha escrito como entre desnudeces de marabúes rosa flamenco, es un calentón con alfombra de oso, o con pajar de mozo de cuadra, o con legionario con pectorales depilados, brillantes y temblones como branquias. Carlin se ha quedado en el porno cuando lo de nuestro presidente es una sensualidad teológica, como El Cantar de los cantares, el amor divino expresado a través de éxtasis de pastores, o sea del pueblo.
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