La legislatura presidida por Quim Torra ha sido un desastre desde todos los puntos de vista. Desde el 21 de diciembre de 2017 en Cataluña ni se ha legislado ni se ha avanzado un milímetro en las pretensiones independentistas que defiende el todavía presidente de la Generalitat y que simboliza desde Waterloo el fugado de la Justicia Carles Puigdemont.

Es tal el desbarajuste vivido en Cataluña de la mano de este gobierno de coalición independentista, que incluso se han decidido a aprobar ¡en abril de este año! es decir en plena crisis sanitaria, unos presupuestos que estaban elaborados meses antes y que por lo tanto no contemplaban ni de lejos la realidad en la que ya estaba sumido el país, y Cataluña con él. Unos presupuestos, en definitiva, inútiles de todo punto y que no han tenido otro propósito que el de ser aprobados. Nada más, esa ha sido su estéril virtualidad porque servir, lo que se dice servir, no han servido para nada.

En definitiva, lo que ha habido en Cataluña durante estos dos años y medio ha sido un auténtico desgobierno, más empeñados sus dirigentes en intentar hacer avanzar un carro de la independencia que tiene las ruedas cuadradas que en afrontar y resolver las necesidades de la población. Un desastre.

En el lado del independentismo no hay más que tensiones, divisiones, enfrentamientos y pulsos a cara de perro

Y ahora se van a convocar elecciones no porque toque, que no toca, sino porque al presidente de la Generalitat le va a salir cara su chulería de negarse a retirar del balcón de la Generalitat la pancarta sobre los presos y los lazos amarillos durante el periodo electoral de abril del año pasado y además desafiar al tribunal al hacerse retadoramente responsable de la decisión.

Y, claro, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le condenó a un año y medio de inhabilitación por un delito de desobediencia a la Junta Electoral Central además de imponerle una multa de 30.000 euros. Pero él, en su estilo habitual de chulería verbal declaró que "a mi no me inhabilitará un tribunal político, solo me puede inhabilitar el Parlament", a quien pidió que votara sobre este punto. Aunque, naturalmente, después de haber descalificado la Justicia española en todos los aspectos y con todos los epítetos y advertir que iba a recurrir a los tribunales europeos, se cuidó muy mucho de presentar recurso ante el Tribunal Supremo, recurso que se verá en el Alto Tribunal el 17 de septiembre.

Por eso hay que convocar elecciones en Cataluña, porque hasta él mismo sabe que si el Supremo ratifica su inhabilitación, cosa harto probable, no hay nada más que hacer: no podrá seguir ejerciendo como presidente del gobierno autónomo catalán. La vicaría que le otorgó el fugado Puigdemont en forma de presidencia de la Generalitat se le acaba. Y hay que darse prisa en poner orden en las filas de esa formación deshilachada.

Pero es que en ese lado del independentismo no hay más que tensiones, divisiones, enfrentamientos y pulsos a cara de perro entre Puigdemont y sus partidarios por un lado y por otro los que sobreviven bajo las siglas de PDeCat que son quienes conservan la marca del partido creado para las elecciones de diciembre de 2017 y quienes tienen por lo tanto los derechos electorales y disponen de los fondos públicos.

Puigdemont quiere eso, quiere merendarse a los resistentes del PDeCat, que se disuelvan en el nuevo partido que vaya a crear, el enésimo, puesto que su último intento de organizar otro partido en torno a su persona, la Crida, ha resultado un estrepitoso fracaso, y encabezar él de nuevo algún partido con un único punto relevante en su programa: la soñada declaración unilateral de independencia.

Puigdemont no renuncia a ganar las elecciones catalanas, y eso a pesar de que los sondeos le dejan a una considerable distancia de los otros independentistas, los de toda la vida, los de ERC. Él cree todavía que le puede ganar la partida a Oriol Junqueras, semi encarcelado pero con total libertad para organizarse de cara a la convocatoria electoral y reunirse con quien le plazca.

Puigdemont sabe que su candidatura es simbólica y que, de obtener su partido, como quiera que al final se llame, más escaños que los logrados por ERC tendrá que volver a buscar otro sustituto para la presidencia de la Generalitat, pero mientras tanto intentará seguir agitando la tensión política con el Gobierno español, que es su único objetivo.

Lo que sorprende y no tiene explicación razonable es que este desastre de organización política, esta sucesión interminable de nombres que convierten en irreconocible a la formación que al final puedan poner en pie, siga contando con partidarios fieles que profesan lo que en el franquismo se llamaba "una fe inquebrantable".

A los partidarios de Puigdemont les pasa eso, que tienen una fe inquebrantable en su líder, un hombre que, sin embargo, no ha demostrado dotes reseñables ni política, ni intelectual ni moralmente para ejercer ese liderazgo que muchos, asombrosamente, no le discuten. Y no puede haber más que una interpretación de ese notable fenómeno: el fanatismo.

Un tripartito es lo más a lo que podemos aspirar, y es bien poco y bien frustrante, los que defendemos la vigencia de la Constitución de 1978 y la unidad de la nación española

Los fanáticos no se mueven por convicciones resultado de una reflexión profunda o al menos serena sino por emociones y, en cuanto tales, no sometidas por tanto a contraste alguno. Puesto en esa tesitura, el fanático necesita un símbolo, una causa y, sobre todo, un enemigo. Con estos elementos tiene más que de sobra para encuadrarse en una formación política, no importa cuál sea su programa de gobierno, ni tampoco que éste se cree y se deshaga decenas de veces, lo que importa es su fe en el líder. Ése es el partidario-tipo de Puigdemont.

Pero con estas lamentables cartas, impropias de una sociedad políticamente madura y moderna, hay que jugar en Cataluña. Así que es probable que asistamos este otoño a una campaña electoral encabezada desde Bélgica por un fugado de la Justicia y por otro condenado a 13 años de prisión por un delito de sedición y otro de malversación de caudales públicos.

Frente a estos dos contendientes, un Partido Socialista que está subiendo en las encuestas y que probablemente va a incrementar de un modo notable sus actuales 17 escaños y que, si puede, cerrará un acuerdo de gobierno tripartito con ERC y los Comunes.

Esto es a lo más que podemos aspirar, y es bien poco y bien frustrante, los que defendemos la vigencia de la Constitución de 1978 y la unidad de la nación española. Porque del lado constitucionalista las perspectivas son verdaderamente desalentadoras.

De modo que, con Puigdemont de candidato o sin él, las opciones postelectorales que se dibujan en el panorama catalán no son más que estas dos: un gobierno de ERC en coalición con el partido que organice en estos pocos meses Carles Puigdemont, o un gobierno del PSC con ERC y los Comunes.

Y no hay nada más, no insistamos en buscar debajo de las piedras porque no encontraremos una sóla brizna de esperanza.

La legislatura presidida por Quim Torra ha sido un desastre desde todos los puntos de vista. Desde el 21 de diciembre de 2017 en Cataluña ni se ha legislado ni se ha avanzado un milímetro en las pretensiones independentistas que defiende el todavía presidente de la Generalitat y que simboliza desde Waterloo el fugado de la Justicia Carles Puigdemont.

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