Campaneando su blasón de nardo, plateado y uncidor como una mantequillera, el vicepresidente Iglesias, marqués de cátedras cojoncianas, de yeguadas menestrales y de hembras a contrapelo, ha dicho que hay que “naturalizar” el insulto. Si le admitimos lo de “naturalizar”, habría que decirle al macho de académica palanca y manos de mosco que el insulto sólo es natural para quien sabe insultar, como acordarían Quevedo o Schopenhauer. Insultar es seducir con la aversión, y no se puede seducir con un mojón wassapero. Para naturalizar el insulto habría que escolarizar carajos, investir putas y orlar porculeos, que quedaran todos salmantinos y quevedescos como golas. El vicepresidente se refiere al insulto del patán, que es su pura majada de majadería. Y eso ya está naturalizado sin necesidad de que el rango lo proclame.
Pablo Iglesias, rico de pobres y caliente de flacas, no ha llamado en fin a la crítica, sino al linchamiento
Es una pena, porque Iglesias admira el insulto sin disfrutarlo, ya que sólo puede ofrecer el verdadero y artístico insulto como dote, como flor o como ojal. Iglesias pide a España que insulte y se merece que le hagamos una dulce cucaña de insultos igual que la dulce cucaña de sus piernas. Pablo Iglesias, estalinista de batín, cornucopia de botijito, Sade de matamoscas, teólogo de lendreras, mongol en mecedora, cruz de raspa de gato, boca de ojo de burro y nabo de hisopo, se encuentra sin embargo con que en realidad aquí la gente no sabe insultar, sino amedrentar, acosar, amenazar, que es justo lo que hace tan peligroso lo que ha dicho. Pablo Iglesias, de Chávez la paja y de oro la viga; Pablo Iglesias, de culo alto y cabeza gacha; Pablo Iglesias, rico de pobres y caliente de flacas, no ha llamado en fin a la crítica, sino al linchamiento. Y lo ha hecho desde el Gobierno, desde su atril como una almena.
En el Siglo de Oro se citaban con el soneto y luego con el espadín, pero Iglesias no se refiere al duelo de ingenios ni al duelo cara a cara, con estoque encapado. Iglesias, revolucionario con burladero, partisano con la plasta del banderillero cagón, lanza a los trols de las redes, o lanza a Echenique con su cosa de yoyó de ninja, o lanza el insulto a la espalda. Para llamar a Vicente Vallés “Javier Negre con traje y un telediario” o “Cloaquín”, tuvo que decir que no le gustó que le llamaran eso mismo. Pablo Iglesias, Maduro con ruedines, tiranuelo que ha empezado por tiranizar bragas aunque ya va a por las puñetas, rebelde subvencionado y cutre con el sello gubernamental como si fuera una etiqueta de La Casera, macho alfa que se monta radionovelas de cieguecita avasallada, marxista para skaters y semental de tiro de piedra, lo que está pidiendo es que a los adversarios les esperen por ahí unos camineros y patanes no para dedicarles letrillas, sino para acojonarlos. Y que deberíamos acostumbrarnos a eso.
Uno se puede dar cuenta de que la crítica a un periodista no es crítica cuando se le censura precisamente por hacer bien su trabajo. Uno se puede dar cuenta de que con el insulto no se refieren a la esgrima ni al arte de Quevedo cuando la consecuencia es el acoso y la censura. Pablo Iglesias, con su comunismo de lord con fresón, con su feminismo de ortodoncia de niñata en la picha, con su democracia de esbirros en las instituciones y zombis en la calle, con su violencia de cagueta, con su chulería con batallón de guardaespaldas, con su fusta de llavero, ya ha convertido el Gobierno en otro sofá de cuero mojado de su culo como de miel de abeja.
Pablo Iglesias, bautista de calimocho, sofista de paseíllo, vendedor de tocino de telarañas, doctor de la pelusa propia y del dinero ajeno, Sandro Rey de la izquierda, magia de su melena en el Gobierno y santos cojones en el partido, mandarín de la demagogia, Yoda del perroflauta, Bertín Osborne de la vegana, mentalista de orzuelo, tombolero de perrito piloto, escombro de la retórica, tortícolis de la lógica, muerte ratonera del disidente, pañuelito de la meritoria, rasurado de la secretaria, sultán con tarbush en su nardo como una pipa de agua... Ustedes me disculparán, pero hay que ir naturalizando la cosa.
Campaneando su blasón de nardo, plateado y uncidor como una mantequillera, el vicepresidente Iglesias, marqués de cátedras cojoncianas, de yeguadas menestrales y de hembras a contrapelo, ha dicho que hay que “naturalizar” el insulto. Si le admitimos lo de “naturalizar”, habría que decirle al macho de académica palanca y manos de mosco que el insulto sólo es natural para quien sabe insultar, como acordarían Quevedo o Schopenhauer. Insultar es seducir con la aversión, y no se puede seducir con un mojón wassapero. Para naturalizar el insulto habría que escolarizar carajos, investir putas y orlar porculeos, que quedaran todos salmantinos y quevedescos como golas. El vicepresidente se refiere al insulto del patán, que es su pura majada de majadería. Y eso ya está naturalizado sin necesidad de que el rango lo proclame.
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