Ante el desesperado anhelo de solemnidad del día, Pedro Sánchez chocaba los codos como si fuera el príncipe de Bel-Air. La solemnidad frustrada es desasosegante, como un soldado con el paso cambiado. Estaba el Palacio Real al fondo, como un gran espejismo oriental, y la Almudena enfrente, catedral de yeso o de la Telefónica, fea o fuera de lugar como una tetera de Dios, y ese gran patio que ha conseguido casi una escollera de aire marítimo para Madrid. Pero sobre todo había un desabrigo de los muertos y una desilusión de boda mojada, que venían quizá de la eventualidad de los oficiantes pero sobre todo de un rito que parecía de olimpiada escolar.
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