Ante el desesperado anhelo de solemnidad del día, Pedro Sánchez chocaba los codos como si fuera el príncipe de Bel-Air. La solemnidad frustrada es desasosegante, como un soldado con el paso cambiado. Estaba el Palacio Real al fondo, como un gran espejismo oriental, y la Almudena enfrente, catedral de yeso o de la Telefónica, fea o fuera de lugar como una tetera de Dios, y ese gran patio que ha conseguido casi una escollera de aire marítimo para Madrid. Pero sobre todo había un desabrigo de los muertos y una desilusión de boda mojada, que venían quizá de la eventualidad de los oficiantes pero sobre todo de un rito que parecía de olimpiada escolar.

El primer funeral de Estado laico no tenía todavía ritual establecido, así que parecían haberlo tomado de una ceremonia playera y telecinquista, como si se hubiera casado alguien en esa isla de los famosos. Los muertos y los héroes estaban ahí entre la graduación de colegio, la conga de flores y el entierro de un canario, y eso era tristísimo. Más triste que haber puesto caballos con penacho de viuda, ataúdes con cortina negra sobre armones, o cuatro cirios como cuatro templarios secos, era Ana Blanco dando allí un telediario. Los muertos parecían abandonados como entre cestas de perfumes. Y no es cuestión de laicidad. La ceremonia fúnebre masónica no es confesional y es impresionante. Pero esto no quería ser fúnebre y no quería apenas ser ceremonia. Si acaso, quería ser cursi. Faltaron niños y palomas.

Los discursos fueron emotivos pero de espíritu balconero, igual que la canción de Vetusta Morla

Un pebetero más de restaurante que de Olimpia, unas sillas en círculo, como en esa nueva pedagogía sin jerarquías; unas banderas apretujadas, como prendas de guardarropía o de exilio; rosas blancas, con esa cosa siempre hortera de los pianos blancos y las chaquetas blancas, rosas llevadas por los reyes, por los políticos y por los civiles a paso cambiado (Iglesias, hombre sin ceremonias, parecía cojo y miraba moverse a los otros como los chiquillos en las coreografías de fin de curso, mientras sostenía la rosa como un paraguas). Los discursos fueron emotivos pero de espíritu balconero, igual que la canción de Vetusta Morla, Los abrazos prohibidos, que citó la enfermera. Uno de sus autores, Benjamín Prado, se comentaba a sí mismo en La Sexta, se aplaudía a sí mismo entre odas a la unidad, a la empatía y a la sanidad pública, y la absolución política del padre Ángel, esas absoluciones que da él como migas de pato.

La ceremonia no quería ser un funeral ni quería ser ceremonia, quería ser de nuevo ese balcón en el que Sánchez puso a todo el país, aunque un balcón contenido, un balcón ya amanecido en el recogimiento, después de los payasetes con xilofón y las barbacoas con peto. Un balcón del que esta vez caían nombres estrellados contra la enfermedad y contra la ceremonia gris del día, como estatuas de los santos labradores de la Almudena.

La ceremonia tenía que ser heroica porque el poder sólo asume los muertos cuando pueden ser héroes

La ceremonia no podía ser un funeral porque eso suena a gafe, tenía que ser un homenaje; la ceremonia tenía que ser heroica porque el poder sólo asume los muertos cuando pueden ser héroes, no cuando sólo son fracaso; la ceremonia tenía que ser breve antes de que alguien oyera crujir a los muertos como en su cripta, bajo las flores de dama de honor; la ceremonia tenía que tener el tono apolítico de la política de ahora, que puede que sea el tono de Ana Blanco, que ha sobrevivido a todos los gobiernos como un mayordomo de la Casa Blanca.

Ana Blanco y discursos blancos, rey navideño aun en la muerte, una enfermera de blanco, mártires de sudario blanco, rosa blanca de menú en el plato blanco, el luto blanco, luto de mujer joven, luto como monzónico, luto ligero de lino y visillo, que pasa antes que el pesado luto de telón del negro, luto eterno de la vieja, de la mano de vieja que tiene la muerte misma. De eso se trataba. La ceremonia tuvo el adagio de Barber, una pieza escondida de Brahms, ese poema de Octavio Paz hecho de las propias pavesas del silencio, pero sobre todo tenía que ser blanco, con los políticos blancos y los muertos en ataúd blanco de niño, invisibles en la luz cementerial.

El virus ha pasado y ha dejado sólo pétalos caídos como hebras de violín y un alfiler de nácar de padrino en nuestros responsables políticos

Apenas fue ceremonia, si acaso una espiral protocolaria con adornos de novia y usos de verano de San Juan. Aunque sí cumplió algunas de las funciones que tiene el ritual: establecer fronteras, cerrar y abrir etapas, tomar conciencia de cambios importantes. La frontera, la etapa, el cambio, es que todo ha terminado y se ha vencido. El virus ha pasado y ha dejado sólo pétalos caídos como hebras de violín y un alfiler de nácar de padrino en nuestros responsables políticos. Alguno hablaba ya en pasado, cuando los entrevistaban en las televisiones. En La Sexta, Ferreras y Benjamín Prado conversaban sobre unidad, concordia u otros nombres como de orfeón que le han puesto a esta tragedia los incompetentes y los cómplices. “Lamentablemente hay gente que está obsesionada con romper la unidad y con el enfrentamiento”, decía Feijóo. Feijóo, no Sánchez, ni Zapatero. “Dejen de hacer política con los muertos”, decía Sardá. Pero toda la ceremonia había sido política. Todo es política salvo para los niños.

Terminó la ceremonia, blanca, candorosa, intencionada y política, y todos se fueron hacia los interiores acañonados del Palacio Real, hecho de repente como de encaje antiguo. Ferreras se despidió con imágenes de gente que tocaba el trombón en los balcones. ¿Ven como era eso? Pidió un brindis, por los caídos o por los héroes o por la gente que nos hacía mirar a esos balcones en vez de mirar a los hospitales y a las morgues, con muertos apilados en leñeras. A lo mejor de haber mirado más a los muertos, de haberlos visto yéndose en los hospitales, atrozmente, como veleros volcados, ahí en sus camillas espantosas, articuladas como bichos; a lo mejor de haber sentido más el peso de los muertos, muertos de madera maciza en sus ataúdes, seríamos más cívicos y más precavidos. Pero sólo salían chistosos, y cantantes de los desvanes de Los cuarenta principales. Siguen saliendo, quiero decir.

Ahora, los muertos son llamas leves de pebetero, llamas como de papel de foto; y son flores de raso, y poemas de novicia, y políticos y periodistas como acordeonistas de metro. Los muertos han quedado sólo como confeti. Ferreras pedía un brindis, y ahí estaba por fin la solemnidad que no encontraba Sánchez. Ya es como el Año Nuevo, no para los muertos, sino para los vivos. Sobre todo para el Gobierno. Pero esto, recuerden, no es política. Aunque fuera un funeral de telediario.

Ante el desesperado anhelo de solemnidad del día, Pedro Sánchez chocaba los codos como si fuera el príncipe de Bel-Air. La solemnidad frustrada es desasosegante, como un soldado con el paso cambiado. Estaba el Palacio Real al fondo, como un gran espejismo oriental, y la Almudena enfrente, catedral de yeso o de la Telefónica, fea o fuera de lugar como una tetera de Dios, y ese gran patio que ha conseguido casi una escollera de aire marítimo para Madrid. Pero sobre todo había un desabrigo de los muertos y una desilusión de boda mojada, que venían quizá de la eventualidad de los oficiantes pero sobre todo de un rito que parecía de olimpiada escolar.

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