"Es lo que tienen las monarquías, que la gente aprende a comer callada, mientras que los españoles somos grandes devoradores a gritos". Esto contaba Umbral de una comida con los Reyes, Felipe y Letizia. Comer callados, o sentarse con las rodillas juntas, o sea las formas, eso es lo que le queda a la monarquía. En aquel funeral u homenaje hecho como por lanzadores de jabalina, el Gobierno y la progresía preferían cruzar las piernas, piernas hasta la cadera, como una monitora de aeróbic; mujeres todo piernas, como esos maniquís de medias, y hombres que dejaban temblando en el aire un feo zapato/zapatófono del cargo, que es lo que hace Sánchez en el Congreso para mirarse de vez en cuando en él como en un charquito. La monarquía son las formas, formas que nadie más usa, además. A veces la monarquía parece que está ahí para que no nos convirtamos todos en caníbales.
Ya nadie cree que al Rey lo ponga Dios para dirigir nuestros destinos, sino que si acaso está ahí para masticar sin ruido y que parezca que así suena todo el Estado, a tenedor con un solo guisante, a cuchillo apenas deslizado, en vez de a ese canibalismo político que es en realidad. La monarquía es una ilusión de que no existen las piernas ni las digestiones, sólo un elegante tenis en la mesa donde en realidad no come ni suda nadie. Cuando se rompe esa ilusión es cuando la monarquía se viene abajo.
El juancarlismo ha durado lo que don Juan Carlos, o sea hasta que ha vuelto a ser otro Borbón del Prado con cacería y nariz roja
El viejo Rey Juan Carlos era todo piernas; piernas de muchacha de circo o de columpio tirolés, piernas de señoritas que se sientan en la silla perpendicularmente, como sobre el caballo; piernas como picas de chelo de esas amantes de estilo ginebrino, de largas piernas y larga cremallera de espalda. Por ahí estaban Corinna y otras, y el viejo Rey era todo piernas por las orejas y una glotonería de mujeres, de dinero y de elefantes, como un viejo rey persa. Esta glotonería es lo contrario a la monarquía, donde sólo juegan a las comiditas con el oro y en aquella cena parece que Umbral sólo se comió un pico de pan, como si fuera Charlot.
Don Juan Carlos ha roto la ilusión de que la monarquía, incluso en su lujo, es sólo un mantel tieso para comer soperas de aire y una gran tela que viste a sus altezas como a ventanales, para ser una cortina con cordón sobre el paisaje, que es la democracia. El resto, los yates y demás, es un lujo como de futbolista con balón de lingote y eso ya es simplemente hortera. Ahí es cuando un rey sólo parece un don Hilarión con muchos millones, y eso es lo que le ha pasado al Rey emérito. La monarquía debe ser el lujo que te deja con hambre y el vestido que te deja sin piernas.
Don Juan Carlos hizo bien su papel, que al principio era sagrado. Así lo demostró el 23-F, cuando se impuso no como rey constitucional, sino como rey chamán. Eso, irónicamente, hizo posible dejar para siempre el chamanismo e inaugurar una democracia ya sin tutelas. Don Juan Carlos, como su padre, llegó a España todavía con aires manuelinos y patente franquista. Pero fue el 23-F cuando dejó cualquier sospecha de saudade, de franquismo y de borbonismo. Nacieron los juancarlistas, aquí donde no había monárquicos de verdad como no había republicanos de verdad (sigue sin haberlos). El juancarlismo ha durado lo que don Juan Carlos, o sea hasta que ha vuelto a ser otro Borbón del Prado con cacería y nariz roja. Lo que hay que mirar es qué deja.
Ahora que Pablo Iglesias sólo es un hacendado con blasones prestados del estanco; ahora que van a sentar a los Pujol como a una familia mafiosa y arrugada igual que ese cuadro de chuchos jugando al póker; ahora que la pandemia no termina y nadie tiene la culpa, algunos han visto el momento de ir a por la monarquía como a por la pierna retronchada de tanto esquí y tanto helicóptero del emérito. No parece lo más prioritario ante el bicho y la crisis, pero resulta muy coherente con estos falsos republicanos que sólo son izquierdistas que confunden una forma de Estado con las nanas de su abuela y las fiestas roqueras o apaches del PCE. Necesitan un rey que echarle a la gente, como necesitan el dinero del capitalismo para su socialismo. Con el concepto de lo público que tienen nuestros supuestos republicanos, desde Iglesias a Puigdemont, ya me dirán si lo preocupante es que un Rey jubilado haya ido detrás de mozas y de pelucos haciendo el salto de la rana como Felipe V.
Lo que le queda a la monarquía son las formas. Las que ya nadie se molesta en respetar. Formas diferentes a las de los demás, sobre todo los que nos gobiernan
Don Juan Carlos lo pagará en la historia y en sus huesos de cucharón de plata. Mientras, queda Felipe VI ahí al frente de esta cosa de discursos y ópera que dicen que se hereda pero uno diría que o te la ganas o te dan el piro pronto. La monarquía no trata de representar unos valores ideales, ejemplares o superiores, sino sólo de solemnizar los valores comunes, que son los valores democráticos. Quizá este cargo simbólico no es necesario, o es contraproducente porque parece que tenemos ahí a un guardián, o porque no es totalmente neutral (por ejemplo, son abiertamente católicos). Quizá, si todo es política, la presidencia del Estado debería ser también política e ideológica. Sin duda esto se llegará a plantear, pero yo preferiría que fuera lejos del fin del mundo y teniendo republicanos de verdad, no de Irán, de Ceaucescu o de Madurito Jr.
Lo que le queda a la monarquía son las formas, y por eso el viejo Rey, con su fijación por los muslos rebozados en oro como en un anuncio de perfume o de champán navideños, ya está fuera de ella. Las formas, las que ya nadie se molesta en respetar. Formas completamente diferentes a las de los demás, sobre todo los que nos gobiernan. La monarquía aún puede ser eso, esa solemne ceremonia alrededor de la democracia que les deja con hambre y sin piernas.
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