Hace un mes que terminó el estado de alarma y esto es lo que hay. Cataluña parece una fiesta sifilítica de romanos mientras la Generalitat inicia guerras de viejo cerumen contra los Borbones y saca corriendo a los condenados del procés como a turistas en carro de mano chino. Sobre la epidemia pasa la sombra ancha y absolutoria de pagoda de estos héroes, que en Junqueras ha ganado una solemnidad budista y chiclosa, como de Buda rosa. El virus se acepta como un gambón pocho, pero volvemos a tener procés, trenes parados, boicot a la Corona y a Torra con su antorcha de catacumba, ahí acusando a la monarquía, a Madrid, a la voluptuosidad de regenta de Ayuso, que está controlando mejor al bicho sin playa y sin mitologías.
Hace un mes y el virus cangrejero ataca los pezones del niñateo, gordos como dedos gordos, y los ombligos de los veraneantes, pozos de migas y gazpacho, y la chulería del español inmune, con el mechero en el tanga. Hace un mes y todavía la mascarilla se lleva de anemómetro o de sombrillita de cóctel o de condón de virgen. Si les dices que se la pongan, te pueden quemar la tienda o toser encima o hincharte a guantazos. No hay policía para tanto tonto y habría que empezar a permitir que uno hostiara, en defensa propia, al que te fuma en la cara o lleva la mascarilla de barbuquejo, o no la lleva porque no le sale del cojón ibérico o del chocho poligonero.
Hace un mes y España sigue siendo España a pesar de los decretos de Sánchez. El currito quiere su playa y el niñato quiere su calimocho y el pueblo quiere su santo y el hincha quiere celebrar la gloria de su equipo bebiendo en manada en la fuente municipal, como cebras futboleras. Claro que, sabiendo que España es España, tampoco se ha hecho mucho para prevenir o amortiguar nuestro carácter. Hace un mes que terminó el estado de alarma y no hay para rastreadores, que nos parecen esforzados y exóticos como desbrozadores de selvas. Hace un mes y todavía te pueden dejar en casa, solo con el ventilador y la incertidumbre del virus, como en una cabaña vietnamita, sin test, o dejarte infeccioso por la calle, porque el rastreo no tiene sofisticación para llegar a tu barrio, a tu vecino o a tu novia, y menos para encerrarlos. Hace ya un mes y por los aeropuertos pasa el virus patinando sobre ruedas enceradas, con una vigilancia sólo como de paquetería. Aquí siempre nos ha parecido suficiente con la presencia de una autoridad perezosa y simbólica, como un vigilante de obra dormido.
El currito quiere su playa y el niñato quiere su calimocho y el pueblo quiere su santo y el hincha quiere celebrar la gloria de su equipo
Hace un mes, parece mentira, y estamos peor, sólo que con más cuajo. Hace un mes que acabó todo, que ya han visto que incluso hemos enterrado a los muertos bajo un parterre o un trofeo de golf, con gran pompa del Estado como si fuera la Champions League. Un mes y ya Sánchez lo que está buscando es dinero en Europa para reconstruir esta España que todavía tiene el virus a la sombrita, al lado del botijo y de la sandía. Y aún lo señalan con el dedo unos países que llaman “frugales”, como una comida irónica del Buscón, mientras aquí la ministra Montero habla de una fiscalidad feminista y hay un vicepresidente que predicó una vez que había que suspender el pago de la deuda y salir del euro.
Hay una Europa egoísta, tiesa de un calvinismo de cuello duro, de esa sequiza industriosidad de un Dios carpintero, que no entiende que Sánchez decretó hace un mes la normalidad. Los muy hiperbóreos no se fían cuando ven a nuestros ministros de revolucioncita menstrual, o nuestros sediciosos contumaces; o miran nuestra gestión de la epidemia, basada en cantar la yenka en los balcones, asumir la ruina y sacar por la tele cada día a Epi y Blas, que es lo que parecen Illa y Simón. Hace un mes que terminó el estado de alarma y comenzó la España prudente. En la España prudente mandaban de nuevo las autonomías para poder volver a echarles la culpa justo igual que antes. En la España prudente ya no había virus, sino brotes, y no había brote si uno de los escasos funcionarios contratados no detectaba la cadena de contagio. Es imposible ser más efectivo. El virus desaparecía de no contarlo, igual que los muertos.
Hace un mes que terminó el estado de alarma, que se abrieron todas las puertas y todas las bocas sin más alternativa. El virus se ha regionalizado, se ha repartido entre tribus y cestillos y ya se come como una comida típica más, en racimos o mórulas de enfermedad. Un mes, el virus se hincha como un forzudo de playa, y ya estamos haciendo política simbólica o, al contrario, política del pan suyo de cada día. Un mes y, de nuevo, no lo hemos visto venir. No se podía saber. Un mes no, mucho más tiempo hemos tenido para prepararnos ante una segunda ola, y lo que hemos hecho ha sido prepararnos para la fiesta y pedir dinero, como niñatos. Somos niñatos, en las playas y en Europa. Sólo ha sido un mes. Un mes más y acabamos con el país antes que con el virus y el tintorro.
Hace un mes que terminó el estado de alarma y esto es lo que hay. Cataluña parece una fiesta sifilítica de romanos mientras la Generalitat inicia guerras de viejo cerumen contra los Borbones y saca corriendo a los condenados del procés como a turistas en carro de mano chino. Sobre la epidemia pasa la sombra ancha y absolutoria de pagoda de estos héroes, que en Junqueras ha ganado una solemnidad budista y chiclosa, como de Buda rosa. El virus se acepta como un gambón pocho, pero volvemos a tener procés, trenes parados, boicot a la Corona y a Torra con su antorcha de catacumba, ahí acusando a la monarquía, a Madrid, a la voluptuosidad de regenta de Ayuso, que está controlando mejor al bicho sin playa y sin mitologías.
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