Sólo el 1% de los barceloneses tiene como principal problema ahora la cataluñidad, la nación, la republiqueta, el encaje en España, cosa que confirma que es un asunto ocioso, esnob como dice Savater, de gente que se reúne, se busca y se gusta haciendo patria igual que haciendo catas. Ahora hay que sobrevivir, al bicho y a la ruina, y el personal ya no hace tanto caso al nacionalista coñazo, que es como el cultureta coñazo. Uno se da cuenta de que Torra sigue ahí, hablando radiofónicamente delante de sus escudos de piedra, como un falangista, pero eso no hace nada contra la epidemia ni contra la incertidumbre. Y ya ni nos acordamos de Puigdemont, que parece sólo un San Cristobalón de una época en la que se decía San Cristobalón, esa época de santos protectores de taxistas, borriquillos o casaderas, todos confundidos de gremio, de oración y de ofrenda de velas y forraje.
Barcelona está acosada por el virus, y Ada Colau, tan empática y tan sufridora que ha terminado adoptando una pose como de monja con malaria, ha criticado duramente la gestión de la Generalitat. El problema, claro, es que la gente recién despertada a la realidad ha desplazado el nacionalpatetismo de sus preocupaciones, pero sus gobernantes no pueden. Quiero decir que Torra no sabe hacer otra cosa, como un cura. Torra no es un gobernante, sino un propagandista de templete, fajín y juego floral. Él está con la independencia y con la republiqueta como el que está con su fiesta del queso o su virgen marinera o su San Cristóbal de Waterloo, todo el año con la misma oda y el mismo tonillo de presentador de concurso de Joselito.
Hablaba yo del cultureta coñazo, ése siempre con una presentación, con un poemario de maestrita o una novela de marino mercante o una acuarelista de barquitas que no interesan a nadie salvo a ellos, que le ponen interés precisamente porque esperan recibir interés. Ahora, los indepes parecen culturetas que se han dado cuenta cruelmente de que no tenían más público que ellos mismos, persiguiéndose por los actos, los ateneos y los servilleteros.
El bicho nos está hartando de realidad justo con unos gobernantes que vivían de negarla o viciarla
El independentismo se sigue moviendo igual por arriba, o sea que Torra pasea su lazo amarillo como un lord con perro salchicha, y saca esa bombarda como fallera contra Madrid, y libera a los condenados por el procés como a amigos de Robin Hood (incluso con su fraile de abadía cervecera), y ataca a una monarquía que les parece todavía de mosqueteros. Pero por abajo, el independentismo se diría que se está quedando sin su base de esnobs. El procés ya había encallado en un bucle de autocompasión, agravio y decadencia, pero el bicho va a rematar el negocio como está rematando otros negocios.
El esnobismo siempre tiene dos partes: el negocio, de raquetas o de guantes de conducir o de mitologías vikingas, y el esnob que hace el tonto consumiendo para nada, porque ni termina en tenista ni en piloto ni en vikingo. El negocio sigue ahí, todo los suyo sigue a la venta, lo vemos en Torra con sus odas de mano pulposa, o en Cuixart con sus tómbolas populares. Pero los tiempos de pura supervivencia no son tiempos para esnobs, así que empezamos a ver el negocio sin compradores.
Predicar y encender teas es una cosa, gobernar en una crisis histórica es otra. Hay cierto paralelismo con Sánchez, que tampoco sabe gobernar más allá de su bisutería simbólica y la cartelería art déco de su tipito. Como el independentismo, el negocio sanchista sigue abierto, sólo hay que ver sus paseíllos de modelo de cadera desmayada, como esas “modelos con ciática” que se están haciendo populares en Internet. Es cierto que para ser verdaderamente decadente uno tiene que saber mantenerse en la decadencia, y justo en ese punto están Sánchez y el independentismo. Sánchez parece destinado a un fin patético y astracanado, como una diva almodovariana. El independentismo, por su parte, seguramente volverá a mutar en catalanismo pragmático, de Ensanche y arcón.
Es curioso porque Colau le criticaba a Torra sus medidas “contradictorias” e “incoherentes”, que luego los ayuntamientos no pueden llevar a la realidad. Ése es el muro definitivo, la realidad. El bicho nos está hartando de realidad justo con unos gobernantes que vivían de negarla o viciarla. El bicho va dejando poco sitio ya para San Cristobalones de vieja, hogueras druídicas, ninfas del Rin, vinotecas de sorbito de pez y política de morritos calientes. Barcelona se va desengañando porque está sufriendo. Y contra la realidad y el sufrimiento no creo yo que puedan mucho tiempo ni los vikingos de botijito de la Generalitat ni las majorettes con ciática de la Moncloa.
Sólo el 1% de los barceloneses tiene como principal problema ahora la cataluñidad, la nación, la republiqueta, el encaje en España, cosa que confirma que es un asunto ocioso, esnob como dice Savater, de gente que se reúne, se busca y se gusta haciendo patria igual que haciendo catas. Ahora hay que sobrevivir, al bicho y a la ruina, y el personal ya no hace tanto caso al nacionalista coñazo, que es como el cultureta coñazo. Uno se da cuenta de que Torra sigue ahí, hablando radiofónicamente delante de sus escudos de piedra, como un falangista, pero eso no hace nada contra la epidemia ni contra la incertidumbre. Y ya ni nos acordamos de Puigdemont, que parece sólo un San Cristobalón de una época en la que se decía San Cristobalón, esa época de santos protectores de taxistas, borriquillos o casaderas, todos confundidos de gremio, de oración y de ofrenda de velas y forraje.