Ha pasado apenas un mes y tenemos la amenaza en las puertas de nuestras casas como si estuviéramos a punto de tener que empezar de nuevo, como si fuera inminente el regreso a la casilla de salida.
Y, sin embargo, eso no es posible porque nuestros datos nos dicen que la economía española no aguantará otro confinamiento como el que ya hemos vivido cuando se implantó el 14 de marzo el primer estado de alarma. Que nuestra vida, tal y como la hemos conocido hasta la llegada del virus, se alteraría irremisiblemente porque lo que se hundiría de verdad sería el país.
De manera que nos encontramos con brotes por casi todo el territorio nacional, con el número de contagios creciendo en progresión geométrica pero sin poder echar mano del recurso al confinamiento general que se decretó con le estado de alarma. La estructura económica del país, ya extraordinariamente dañada hoy, no lo soportaría. Ni probablemente la población tampoco. Ni la red sanitaria de país estaría en condiciones de responder con la misma intensidad y la misma entrega a una nueva ofensiva del virus como la padecida estos últimos meses.
Es decir, que ahora mismo estamos más preparados para hacer frente al virus con tratamientos de eficacia más o menos probada pero sin embargo estamos mucho más débiles y seguramente más asustados porque ya sabemos a qué clase de horror nos enfrentamos.
Estamos mucho más débiles y seguramente más asustados porque ya sabemos a qué clase de horror nos enfrentamos
La presión para que el Gobierno levantara el estado de alarma ha sido general y en muchos casos ha tenido motivos políticos. Pero también era una necesidad económica compartida por todos: nadie discutía la urgencia de abrir la puerta cuanto antes a una cierta reanudación de la actividad.
Es evidente que el intento de recobrar una cierta normalidad ha resultado prematuro porque ha pasado un mes y tres días y el virus ha rebrotado en casi todo el país y en algunas zonas lo está haciendo sin control. A estas alturas la responsabilidad de gestionar la extensión de la pandemia corresponde en exclusiva a los gobiernos autonómicos pero sucede que esos gobiernos no tienen la capacidad de imponer según qué restricciones que afecten a derechos fundamentales como el derecho a la libre circulación.
Habría que haber modificado, como se comprometió expresamente ante el Senado en el mes de mayo pasado la vicepresidenta Carmen Calvo, La Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública que se queda corta para afrontar una situación de emergencia como la que hemos padecido y estamos en un tris de volver a padecer.
Es muy dudoso que con la actual redacción de esa ley las autoridades autonómicas puedan imponer la limitación de movimientos de personas que no estén enfermas aunque hayan estado en contacto con personas que hayan dado positivo en los test PCR y tampoco que puedan decretar el aislamiento de provincias enteras.
La promesa de la vicepresidenta se ha quedado en nada y ahora los gobiernos autonómicos no disponen de un marco jurídico al que remitirse para imponer las decisiones que se pueden ver obligados a tomar. Es inaceptable la desidia del Gobierno, que no se ha ocupado de poner a punto una ley que sirviera de instrumento para sustituir al estado de alarma y deja en el desamparo jurídico a las autonomías a las que sin embargo, se les ha trasladado toda la responsabilidad.
Pero también lo es la inmensa desconsideración de una parte de la población joven de nuestro país que, mal informada, decretó que juventud e inmunidad eran términos idénticos y que, en consecuencia, ellos podían salir juntos, abrazarse, y divertirse sin protección ninguna sin tener en cuenta no sólo que ellos también podían contagiarse sino que podían ser transmisores del virus a sus padres o a sus abuelos.
Es inaceptable la desidia del Gobierno, que no se ha ocupado de poner a punto una ley que sirviera de instrumento para sustituir al estado de alarma y deja en el desamparo jurídico a las autonomías
No vamos a decir que éstas son las únicas causas de lo que ahora se nos viene encima porque no sería verdad, pero sí que, con una legislación adecuada y un mayor nivel de responsabilidad de muchos, incluidas las familias, estaríamos hoy en mejores condiciones de enfrentarnos a la amenaza que tenemos en puertas y que, si no es la segunda oleada de la pandemia, se le parece mucho.
Pero si estamos ante una segunda oleada de la pandemia antes incluso de que hayamos podido superar la primera y tan solo treinta días después de haber salido de un confinamiento que ha durado tres largos meses y ha dejado el país hecho trizas, tengo la sensación de que no lo soportaremos de pie. Ésa es la pregunta: ¿estamos en condiciones de aguantar otro envite como el que hemos padecido?
Sinceramente, no me atrevo a dar la respuesta.
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