Los datos son testarudos. España está a la cabeza de Europa (quinto lugar) en contagios por cien mil habitantes (39,5), lo que significa que estamos, de nuevo, a la cola de la UE en capacidad para combatir la segunda oleada de la pandemia.
Podemos enfadarnos con Boris Johnson por la cuarentena que ha impuesto a los ciudadanos que viajen desde España a Reino Unido; o con Francia, por recomendar "encarecidamente" a sus nacionales que no vayan a Cataluña, o con los belgas, como hizo ayer el inefable doctor Simón, que ha vuelto con renovadas fuerzas de sus vacaciones en Portugal. Pero tendríamos que enfrentarnos a tanta gente que no merecería la pena. Además, tampoco serviría de mucho.
El recurso a echar las culpas a otros de lo que nos sucede es un placebo que sólo consuela a los imbéciles o a los pobres de espíritu, pero que no sirve para solucionar nada.
Lo que nos está ocurriendo tampoco es un problema político (aunque hay matices, claro), ni de nacionalidades. Decir, como hace Quim Torra, que Cataluña estaría mejor con la independencia sólo demuestra la cortedad de sus entendederas.
Analicemos pues lo que está ocurriendo sin prejuicios ni sectarismo, que es la única manera de mirar de frente una realidad que ya ha provocado más de 44.000 muertos, que ha hundido el turismo, arruinado a muchos pequeños empresarios y llevado al paro a decenas de miles de trabajadores. Y lo que está por venir.
Si en la primera oleada -la que comenzó a finales de febrero-, el problema del Covid-19 fue hospitalario, el colapso del sistema; en esta segunda oleada -que ayer, como ocurrió con la primera, fue negada por Simón- el problema radica en la atención primaria. Es decir, en la red que engloba a los médicos de cabecera de toda la vida.
En los meses de marzo y abril, muchos de los que sentían síntomas compatibles con el coronavirus, se dirigieron directamente a los hospitales. Como el virus se estaba expandiendo masivamente y no había medidas de control (ni mascarillas, ni guantes, ni nada), ello provocó la saturación hospitalaria.
Pero ahora, el peso en la lucha contra el virus recae en la atención primaria. De los médicos de familia depende la prevención, la detección y el seguimiento del virus.
El gran problema está en la falta de medios de la atención primaria, que ha sido relegada en un sistema sanitario que ha priorizado a los grandes hospitales
Pues bien, ¿qué ocurre con este ejército de vanguardia frente al Covid? En primer lugar, que está poco preparado, que sufre de agotamiento después de meses de lucha y que se encuentra un tanto desmoralizado. Los gobiernos -todos-, por lo general, invierten en grandes hospitales y en equipos carísimos. Un trasplante de cara -por ejemplo- da muchos titulares, mientras que proporcionar medios a la atención primaria es algo que no le interesa a casi nadie.
A la vez que la red hospitalaria ha mejorado mucho en España en los últimos años -sobre todo en grandes ciudades-, la atención primaria se ha ido degradando en paralelo. No sólo no se invierte, sino que el médico de familia ha perdido el prestigio social del que gozaba en otros tiempos. Da más lustre ser cardiólogo o cirujano en un gran hospital que ser médico de familia en Villaverde. La mayoría de los MIR se decantan por especialidades, muy pocos por ocupar el asiento del médico de cabecera que tiene que atender a decenas de enfermos cada día a los que apenas puede dedicar unos minutos. Y que, además, está muy mal pagado.
De ese ejército desmotivado dependen los rastreadores, que, en la actualidad, son muy pocos en relación a la dimensión de la pandemia a la que nos enfrentamos.
En efecto, el segundo gran problema -después de la escasez de personal y de medios de la atención primaria- que tenemos ahora es la falta de rastreadores. La insuficiencia es tal que el Ministerio de Defensa ha decidido dar formación a militares para que se ocupen de esa tediosa pero imprescindible función. ¿Qué han hecho las comunidades autónomas para enfrentarse a este escenario? Muy poco. Tampoco el gobierno ha insistido mucho en ello, dado que una vez que acabó el estado de alarma actuó como si el virus hubiera desaparecido.
El tercer gran lastre con el que nos encontramos es la insuficiencia de tests. El porcentaje de población que se ha sometido a PCR es todavía muy bajo (el total de PCR realizados hasta ahora es de 4,3 millones, pero Sanidad no da el número de personas testadas, que, en todo caso, sería más bajo), lo que provoca que miles de asintomáticos puedan seguir contagiando sin ser conscientes de ello.
En cuarto lugar, tenemos un cortocircuito entre los laboratorios que hacen los PCR y los rastreadores. Los laboratorios están obligados a informar a las consejerías de Salud de las autonomías de la aparición de casos positivos. En principio, esas consejerías serían las encargadas de informar a los rastreadores para que localizaran a los contagiados y que estos, a su vez, les dijeran las personas con las que han estado en contacto recientemente. Pero ¿qué ocurre? Que en la mayoría de los casos los rastreadores no aparecen por ningún lado y son los propios enfermos, si lo tienen a bien, los que se ponen en contacto con las personas con las que han tenido relación en los últimos días. Ese ha sido el caso, por ejemplo, de un alto directivo de Telefónica o de una periodista de El Independiente. Pero hay muchos más.
En quinto lugar, el control de personas que vienen de otros países a través de los aeropuertos es prácticamente inexistente. Lo lógico sería que los pasajeros se hicieran los test en origen, 48 horas antes de tomar el avión con destino a España. Eso evitaría muchos contagios y además daría mucha información sobre posibles focos de contagio en otras ciudades.
Las causas de lo que está ocurriendo no son pocas ni fáciles de solventar. Eran previsibles, sí, pero aquí sólo entramos en acción cuando la situación es alarmante. ¿Verdad, doctor Simón?
En sexto lugar, la desaparición del mando único no ha sido una buena idea. Con todos sus problemas e inconvenientes, cuando la gestión dependía de Sanidad había mayores garantías en la lucha contra la pandemia que ahora con la fragmentación entre las diferentes autonomías. Cada una hace la guerra por su cuenta. Las hay, como Asturias, donde ha habido diligencia, rapidez y transparencia a la hora de actuar; y otras, como Cataluña, que en un primer momento trató de minimizar el brote para evitar daños económicos (caso de los temporeros de la fruta en Lleida).
Como séptima causa de este preocupante rebrote tenemos el mal uso de las mascarillas. Es verdad que en las grandes ciudades su uso es generalizado y en algunas incluso obligatorio. Pero, ¿cómo se utilizan? Hay personas que llevan puesta la misma que compraron durante el confinamiento. Otras creen que basta con llevarlas en el cuello o en el brazo.
Por último, como octava causa, tenemos el comportamiento incívico de muchos ciudadanos, que piensan que a ellos nunca les va a tocar la china. Celebran botellones o fiestas familiares como si tal cosa. Por no hablar de los que ocultan los síntomas del coronavirus para no ser estigmatizados o confinados en cuarentena.
Como ven, las causas de lo que está ocurriendo no son pocas ni fáciles de solventar. Eran previsibles, sí, pero aquí sólo entramos en acción cuando la situación es alarmante. ¿Verdad, doctor Simón?
Si no actuamos ya, nos espera un otoño muy difícil. Por cierto, la demagogia ni cura ni previene el virus.
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