En el Parlament de Cataluña, donde ponen en los escaños una corona de churros en honor a los fugados y a los condenados; donde una mayoría que no hubiera bastado para cambiar de día la fiesta regional abolió el Estatut y la Constitución sin más norma que una borrachera de mosqueteros; donde el poder legislativo se ha reducido a un palquito para las óperas lloronas y los entierros de torero que constituyen ya todo el independentismo; en el Parlament, que apenas se abre para drenar llagas de oro de la historia y de los asientos, que rezuman como botijos, y secar orzuelos de sus banderas, todas con legaña y verdugón de estrella en el ojo; en el Parlament, decía, van a debatir sobre la monarquía y van a votar la abdicación de Felipe VI.

No hay nada que el Parlament no pueda decidir. Allí están siempre entre omnipotentes y sometidos, en una gran paradoja teológica de su política teológica y como mosaica. Ya una vez se llegó a votar la existencia de Dios en el Ateneo de Madrid, sin que se enterara Dios ni se enterara Madrid, a lo mejor porque nunca pasó. Cuenta la leyenda que salió que Dios no existía por un voto, y los cielos quedaron incólumes y vacíos, como siempre, aunque ya gracias a los ateneístas. La monarquía también se va a quedar como está, pero ahora gracias al republicanismo de orfeón, paredón y águila de bronce del independentismo, que no sabe qué es la res pública pero sí sabe lo que es un fugado de verdad, por ejemplo.

Si el independentismo no va a poder triunfar es por la insuperable seducción de su inintencionada ironía

En realidad, el independentismo siempre acaba convenciéndonos por ironía. Cuando definen la democracia, la república, la libertad, el mismo Bien (a eso llegó Junqueras después de una insolación de sombra y mística), o el heroísmo del martirio, que va desde una mano rota, milagrosa y teresiana al propio Puigdemont escabulléndose desde una casa de vinos a un maletero; cuando nos hablan de todo eso, en fin, nos conmueven hacia lo contrario. Si el independentismo no va a poder triunfar, al menos con estos pertrechos, es por la insuperable seducción de su inintencionada ironía.

Hay que mirar con ironía una república sólo para creyentes y para patos de goma desfilando, o un Parlament deponiendo reyes como eligiendo a un papa de Waterloo, que ellos igual se levantan para iluminar la democracia que toda la Cristiandad (Torra parece que va siempre con orbe crucífero o con cofrecito misterioso, entre patriarca, rey mago y azafato de tómbola). Es la ironía la que hace que, queriendo señalar a un Rey que huye de la ley, se nos aparezca Puigdemont fugándose cuando está de cañas, como para hacer una rumba con su tipo de Los Manolos; o vestido de camuflaje para gansos, saltando tras una mata o por los gallineros políticos frikis del Parlamento Europeo, entre los silencios de grillo de la política seria. Es la ironía la que, queriendo hacer abdicar a otro Rey, invita a que nos volvamos a acordar de que ese Rey, aun siendo todo refrán y obviedades, pudo hacer en su día un discurso mucho más democrático, precisamente porque es obvio, que sus piratas en el Parlament y sus señoras en leggins muriendo por un voto de trapo como sus tripas de trapo.

No se trataba de la independencia de gentes ni territorios, sino de su secuestro

No es una tontería que el Parlament vote la abdicación de Felipe VI, con esa solemnidad egipciaca y ridícula de los magos de sala de fiestas o de los adolescentes de juego de rol. No es una tontería porque en vez de un Rey trastabillado nos puede salir un Rey necesario. A los indepes sería imposible tomarlos en serio, como los poderes de la bruja Lola o de los Power Rangers, si no fuera por cómo se sustancia en ironía todo lo que ellos hacen. Que sea irónico no significa que no sea real, con actos y consecuencias reales. Aquella insuperable ironía de la Independencia fue interpretada como ensoñación por el Supremo, cuando era realidad, aunque dada la vuelta: no se trataba de la independencia de gentes ni territorios, sino de su secuestro.

Con ingenua maldad, con impotente superioridad, con pomposo brilli-brilli, el independentismo marca por dónde tiene que ir la ley, la democracia, la estética y puede que hasta la monarquía, leyéndolo siempre al revés. Y quien dice el independentismo dice el sanchismo tibio y también la izquierda podemita, que ha olido sangre azul, esa sangre de cangrejo veraniego que tienen los reyes ahora. Todos comparten la evidencia de su impotencia y el deseo de hacerla olvidar con guerras cósmicas, graves y ridículas, así de Power Rangers, como decía yo antes. La monarquía se va a quedar como está, no ya a pesar del viejo Rey zumbón, del sanchismo amorfo, de la izquierda con república de cocotero o incluso de la misma Corona. Se va a quedar como está gracias a la ironía de los ateneístas que deciden sobre Dios, de los totalitarios que definen la democracia, de los capos que toman la res pública y de los cagones que personifican el heroísmo. El Parlament va a parecer Westminster con palios de churrería fina. Lo mismo otro día le toca parecer una cripta de amante de Teruel para un papa de Waterloo.

En el Parlament de Cataluña, donde ponen en los escaños una corona de churros en honor a los fugados y a los condenados; donde una mayoría que no hubiera bastado para cambiar de día la fiesta regional abolió el Estatut y la Constitución sin más norma que una borrachera de mosqueteros; donde el poder legislativo se ha reducido a un palquito para las óperas lloronas y los entierros de torero que constituyen ya todo el independentismo; en el Parlament, que apenas se abre para drenar llagas de oro de la historia y de los asientos, que rezuman como botijos, y secar orzuelos de sus banderas, todas con legaña y verdugón de estrella en el ojo; en el Parlament, decía, van a debatir sobre la monarquía y van a votar la abdicación de Felipe VI.

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