“El número de ministros, magistrados, funcionarios y sirvientes que ocupaban los distintos departamentos del Estado se multiplicó en comparación con los tiempos antiguos mientras que la parte de los que recibían superó la parte de los que contribuían” según narra Edward Gibbon en su clásico tratado sobre la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano.
Han pasado diecisiete siglos de aquella decadencia y en la España contemporánea seguimos, para nuestra vergüenza, haciendo las cosas aún peor que en aquellos lejanos pero bien conocidos tiempos.
En plena crisis sanitaria y enfrentados a la más severa crisis económica de nuestra historia, España bate sus ya asombrosos records –“antifrugales”–del reciente pasado con más altos cargos que nunca.
Mientras los españoles se aprietan el cinturón, el Estado no sólo crece desmesuradamente a cargo del contribuyente –cada vez son menos para sustentar a más, como en el decadente Imperio Romano– sino que lo hace al margen de toda meritocracia.
Gobernar se ha convertido en una agencia de colocación de afines políticos, mayormente carentes de competencias y experiencias profesionales para trabajar en el sector privado u optar a una oposición a funcionario público.
La política ha devenido, muy particularmente en estos tiempos, en una especie de “centro de acogida” de quienes no habiendo sido capaces de buscarse la vida por sí mismos terminan en las administraciones públicas en oficios perfectamente innecesarios o desplazando a funcionarios mas legitimados y competentes que los nuevos intrusos.
Gobernar se ha convertido en una agencia de colocación de afines políticos
No se trata de que la extirpación de estos tan asombrosos como indecentes excesos vaya a conseguir ahorros de gasto para resolver el déficit de nuestras cuentas pública, pero muy mal comenzamos si desde el Gobierno no se predica con el ejemplo.
Desde esta columna –como desde el sentido común– ya se ha advertido que los dos frentes de batalla ante la crisis económica son: una severa reducción del despilfarro de gasto público y la eliminación de obstáculos a la función empresarial.
En el frente del gasto público es perentorio:
- Reformar el sistema de pensiones, para que –como sucede en Suecia, por ejemplo– no se reparta lo que no se ingresa; eliminado así un creciente e incontrolado déficit que tendrían que pagar –inmoralmente- unas nuevas generaciones sin poder consultarlas al respecto.
- Desarrollar un ambicioso plan de mejora de la eficiencia del gasto público, de suerte que el tópico discurso progresista que sólo considera el gasto como guía de la acción política, sea inmediatamente sustituido por su eficiencia –hacer más con menos–; como siempre hacen las familias y las empresas. El actual Estado de Bienestar del que tanto se presume en Europa es insostenible si no se mejora sustancial y permanentemente la eficiencia del gasto; y en España, con nuestro descomunal y aún creciente déficit, es más perentorio aún.
- Aplicar de inmediato, en todas las administraciones públicas, el Presupuesto Base Cero, para que todos los gastos sin excepción sean objeto de escrutinio transparente y público con objeto de evaluar su procedencia y si no procede su eliminación, revisar su dotación presupuestaria, que sólo muy excepcionalmente debería ser considerada al alza.
- Estrechar la vigilancia de la acción colectiva -según la definición de Mancur Olson– de intereses creados minoritarios –sindicatos, ONG´s, cine, etc– para evitar que se beneficien, creciente y grandemente, a costa de una silenciosa inmensa mayoría que termina sufragando sus excentricidades.
En el frente de la actividad empresarial, que determinará necesariamente el crecimiento económico que hace posible salir de la crisis, es imperativo.
- Desmontar los innumerables impedimentos existentes que constriñen, o llegan a hacer imposible, el desarrollo de la función empresarial; el salario mínimo entre ellos.
- Garantizar el mercado único nacional, hoy ridículamente fraccionado en diecisiete minúsculos –a nivel mundial– “mercadillos” autonómicos.
- Desbaratar el “capitalismo de amiguetes” – tan amigo de los gobiernos intervencionistas– que no solo abunda, sino que no para de crecer.
- Desarticular todos los cárteles existentes, incluidos los convenios laborales sectoriales, que limitan la competencia y por tanto la renovación de los tejidos productivos
- Eliminar todas las trabas a la libre entrada a cualquier mercado, símbolo supremo de la libertad y prosperidad de las naciones.
- Establecer un solemne acuerdo político, por el que en cualquier administración pública, toda norma nueva implique la eliminación de tres previas.
Todo lo propuesto no parece que carezca de sentido y sobre todo sería muy difícil cuestionarlo desde una posición constructiva que mire al bien común. Claro, que ello es cierto desde una perspectiva razonable y mínimamente ilustrada, no necesariamente desde una óptica meramente sentimental y sobre todo manipulada por una ideología progresista que no queriendo saber nada de las Cartas desde el Gulap de Julián Fuster –un reciente libro escrito por Luiza Iordache– insiste en su única política alternativa; la del “cuanto peor mejor”.
Es bastante probable que si las propuestas anteriores se envasaran en un plan de compromisos con la UE, los condicionamientos —de los países frugales– a sus ayudas financieras decaerían por completo. Y si así pudiera ser, ¿por qué nos han de imponer otros –para nuestra vergüenza– lo que sobradamente podemos y por tanto debemos hacer nosotros?
El presidente del Gobierno acaba de señalar –y esperemos que lo mantenga– que el objetivo de la salida de la crisis la prevé para 2023 y que sólo a partir de entonces se planteará una nueva reforma fiscal.
Siendo plausibles sus buenos deseos, no parece que el gobierno vaya a ejecutar el tipo de propuestas que se han descrito antes, y sin ellas la recuperación -de la renta per cápita y la convergencia con la UE- no serán posibles. En la anterior crisis, protagonizada por Zapatero, tardamos seis años –todo un record– en recuperar la renta per cápita y perdimos diez puntos –otro record– de convergencia con la UE.
En todo caso, para que podamos creer a Sánchez y el pasado no le favorece, debería comenzar a predicar con el ejemplo.
“El número de ministros, magistrados, funcionarios y sirvientes que ocupaban los distintos departamentos del Estado se multiplicó en comparación con los tiempos antiguos mientras que la parte de los que recibían superó la parte de los que contribuían” según narra Edward Gibbon en su clásico tratado sobre la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano.
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