El bicho se puede pillar o no, pero uno intenta que al menos no te pille haciendo el hombre rana con los pies, o chocando los codos como un esquimal sin nariz, o bailando la yenka si es lo próximo que recomienda la OMS. Ahora nos dicen que lo de los codos no es seguro, cosa que significa que nunca lo fue. Ni era seguro ni le vio uno nunca la necesidad ni tampoco la estética, porque más que un roce de codos era un guiño de sobacos. Resulta que igual tu colega que una reina te guiñaban el sobaco y uno se quedaba como si al colega o a la reina le hubieras entrevisto la huevera o el liguero.
Parece que nuestras autoridades políticas y sanitarias, antes que por ninguna otra cosa, se preocuparon por la etiqueta. Ni los presidentes en sus cumbres y galas con luz de gasa, ni la chavalería que se reconoce en el kungfú al verse o al cantar, ni siquiera el cuñadaje con su saludo con amago y peinado de Grease, nadie podría vivir sin los saludos, choques, apretones y besos de sorbito que establecen roles, escalafones, confianzas, afectos y asquitos. Algo había que urdir para que no se quedaran ahí en el aire, sin saber qué hacer con las manos, como tenistas.
Esto nunca tuvo que ver con la realidad del peligro o de la infección, sino con su percepción, con retrasar constantemente su percepción
Antes de que nadie tuviera ninguna idea para parar la epidemia, ni siquiera la de esconderse, algún genio se entretuvo en pensar, delinear y proponer el saludo de los coditos, con el que hasta el más elegante parece un pavo huyendo de la olla o María Jesús la del acordeón quizá también huyendo de algo, de unos jubilados o de su destino. La emergencia mundial no era el virus, sino que se parara nuestra vida social, que por lo visto se basa mucho en el toqueteo, el sobeteo, en dejar carmín en la oreja, saliva en la mejilla y una luxación en la mano, como un gorila que marca territorio. Esto vale lo mismo para la falsa amiga, que tiene que saborear la bisutería mala de la otra; para el reguetonero, que tiene que tocar como señalando y señalar como disparando; o para el mismo Sánchez, que tiene que dejar en la mano del visitante de la Moncloa su garra de águila calva (él cree que le sobrevuela siempre un águila calva de Kennedy de Cortefiel, y yo creo que hasta la tienen bordada por dentro los paraguas de sus chóferes, como si fuera la paloma del techo de palio de la Virgen del Rocío).
El virus, en fin, empezaba a acojonar, pero más acojonaba a nuestras autoridades que la gente fuera obligada a prescindir de sus rutinas y rituales, sus tranquilizadores rituales como de simio, como de despiojamiento (ay, Desmond Morris). Por ahí podría desmoronarse toda su sensación de seguridad. Lo del codito no era seguro, ni necesario, ni estético. Pero es que durante esta epidemia nunca se trató de lo seguro, ni de lo necesario, menos aún de lo estético. El tío de la OMS o de la CIA o del sotanillo con montacargas de Iván Redondo lo que estaba pensando es en tranquilizar y distraer al personal. Igual que el comité de expertos español que componían Simón, Illa, Sánchez y un diccionario Iter abierto por esas láminas un poco bovinas del cuerpo humano.
Esto nunca tuvo que ver con la realidad del peligro o de la infección, sino con su percepción, con retrasar constantemente su percepción. Por eso Simón habla siempre en pasado o para el pasado, cosa que no tiene mérito en un supuesto científico como no lo tiene en un supuesto vidente. Ésta sigue siendo la mejor prueba de que la gestión ha sido política y no científica. Suprimir el contacto, como hacer obligatorias las mascarillas, como hacer visibles los enfermos y los muertos, significaba convertir tu vida en infecciosa y poner a toda la gente en un pontón de leprosos. Con lo del codito aún se podía fingir que la cosa no era tan grave. Se cambiaba la mano por el codo, como un pulpo que alterna tentáculos, y aún parecía divertido, porque tenía algo de tocar a la otra persona como un virtuoso de la pandereta. Era divertido y exorcizante, como las canciones en pijama, como los payasetes de balcón, como el “saldremos más fuerte”, eso en lo que se enfocaban nuestras autoridades más que en protegernos y en salvarnos.
La OMS, siempre avizor, dice ahora que lo del codo no es seguro. Claro, tocábamos todo con el codo pero era allí al final donde acababa la mascarilla, ya como una rica cesta de setas del virus. La OMS, organización quizá más protocolaria que otra cosa, nos propone saludar con la mano en el pecho, en plan quarterback americano. La verdad, no sé qué tiene de malo una leve inclinación de cabeza, que te deja entre lord, mosquetero y karateka. Yo ya la usaba antes del virus, me parece más elegante y además se libra uno de recibir carmín de yeso o sudores de mantequilla. Pero, claro, nunca se trató de lo seguro ni de lo práctico. Las prioridades siempre han sido otras. Probablemente, el Gobierno pronto propondrá como saludo oficial y españolísimo, sin americanadas, ese meterse el dedo en la nariz de Simón, anunciado en un susurro, una súplica o un rezo, como el pis o el Jesusito de mi vida de los niños. El rezo sigue siendo, ciertamente, nuestra mejor estrategia epidemiológica. Y el dedo en la nariz, exploratorio y con fruto pobre pero ufano, la insuperable respuesta gubernamental.
El bicho se puede pillar o no, pero uno intenta que al menos no te pille haciendo el hombre rana con los pies, o chocando los codos como un esquimal sin nariz, o bailando la yenka si es lo próximo que recomienda la OMS. Ahora nos dicen que lo de los codos no es seguro, cosa que significa que nunca lo fue. Ni era seguro ni le vio uno nunca la necesidad ni tampoco la estética, porque más que un roce de codos era un guiño de sobacos. Resulta que igual tu colega que una reina te guiñaban el sobaco y uno se quedaba como si al colega o a la reina le hubieras entrevisto la huevera o el liguero.
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