En los largos plenos del Congreso, Rajoy solía comer caramelos, caramelos lentos, pastosos, medicinales, de abuelo con el bolsillo lleno de caramelos. El presidente del Gobierno era un señor que masticaba caramelos con una mandíbula de piedra de molino y que parecía dar migas a los pájaros en el escaño. Teníamos de presidente a un señor de esquinita de sol, de mus, de quiniela, de silla de barbería, de cacahuetes, de oficina de estilo Remordimiento (esos muebles como de sacristía o de consulta particular de médico de antes), de trabajo melancólico siempre con mancha de tinta y de lluvia en los puños, como un Pessoa español que nunca escribió. Rajoy, por no molestarse, ni siquiera se molestaba en parecer inofensivo. Lo parecía naturalmente.
Teníamos de presidente a un español de pensión y oposiciones, con un particular humor de viajante, antiguo y quedón como los viajantes. Con él, España iba saliendo de la crisis como una mercería, con presbicia, rutina y seguramente un San Pancracio seco y milagroso. Rajoy parecía inofensivo, ya digo, así que costaba verlo como político, como presidente, como corrupto o como aciago. Allí estaba, de hecho, comiendo caramelos incluso en su moción de censura, como un abuelo que espera en el Seguro o en la parada del autobús. Recuerdo que a sus pies sólo parecía haber cáscaras, hormiguitas, tiques y botones.
Rajoy, con su cuenta de la vieja y su refrán de la vieja, no fue suficiente para parar los nacionalismos ni la corrupción, ante los que ponía una cara de sordo falso o quizá verdadero, sordo de tocomocho o sordo harón o sordo moral, o puede que fuera una sordera profesional, como la del fresador, pero para los problemas. El abuelo con sordera y pedernal, como de Pepe Isbert, podía sacar adelante la economía con su letra lenta y llagosa de los maristas, pero parecía fastidiarle ocuparse de la política de los grandes valores y, al otro lado, de la política de las pequeñas miserias.
Rajoy, con su cuenta de la vieja y su refrán de la vieja, no fue suficiente para parar los nacionalismos ni la corrupción
Para Rajoy, todo funcionaba un poco solo, sin más que darle cuerda de vez en cuando, como un reloj de estación. Todo lo que no fuera dar cuerda a lo que ya funcionaba era un marronazo que le causaba sordera, esa sordera tan suya, y que le notábamos en su perfil y en sus retruécanos, también como de Pepe Isbert. Todo iba solo, igual España que los partidos, en los que siempre iba a haber un poco de folclore, de pillería y de estraperlo. Rajoy no iba a ponerse a cambiar eso, que era como cambiar el oficio inmutable de relojero o de funerario.
Rajoy, que se diría que pasaba por el Congreso yendo del estanco al Retiro, consintió los antiguos males o los empeoró. Me refiero lo mismo a Cataluña que a la mafia de los partidos. La mafia de la partitocracia no la había inventado él, ni Aznar, sino ese sociatismo de la pana mojada y la tortilla campera que parecía de La escopeta nacional porque lo era. Pero a Rajoy le cogió ya mayor y ya con la casa puesta, o sea con todo el partido como una herencia genovesa de Aznar.
Rajoy empezó a hacer marianismo, que consistía en no hacer demasiado de nada, no acometer grandes obras ideológicas ni en la arquitectura de la España conllevante, ni mucho menos revolucionar el partido, que sería como una revolución en Downton Abbey. El marianismo fue todo lo contrario a Aznar, pero era de Aznar de donde venía la gominilla de Gürtel y de Bárcenas, como hilitos del Prestige que fueron alcanzando lentamente a Rajoy en su pachorra. Lo que ocurre es que Rajoy estaba tan quieto que hasta la plastilina lo alcanzaba.
El Gobierno de Mariano Rajoy impulsó una operación de Estado, utilizando a la cúpula policial y a órganos superiores bajo […]Rajoy debió dimitir tras aquellos mensajes de falsa amistad viril con Bárcenas. No lo hizo, y no por nada, sino por no moverse, como en todo. Siguió como con sus caramelos de viejo, un caramelo tras otro caramelo como una mella tras otra mella. Lo de Kitchen ya no eran hilillos del bigote de Aznar, ya despellejado o sollamado, pero Rajoy no iba a curarse de su sordera a esas alturas. Rajoy siguió con el caramelo de adoquín en la boca o con la galleta mojada en la mano, hasta hacer posible el sanchismo precisamente sobre esas cáscaras y mondas que parecían amontonarse aquel día de la moción de censura sobre sus pies apantuflados.
Aquel día yo pensé que a lo mejor Rajoy comía nueces, y hubiera estado bien porque las nueces son como pequeños cadáveres. Casi un augurio shakesperiano. Pero comía caramelos, me lo aclaró David Gistau, ahora que caigo. Comía caramelos y sólo parecía pensar en el siguiente cucurucho. Puede que el augurio se cumpla ahora. Uno diría que ha llegado la hora definitiva de Rajoy, que al final va a morir históricamente no como un relojero viejo ni como un farero melancólico, sino como un político sordo de verdad o de mentira. Va a morir igual que murió, de otra forma, en la moción de censura, atropellado por no levantar la vista de sus caramelos.
En los largos plenos del Congreso, Rajoy solía comer caramelos, caramelos lentos, pastosos, medicinales, de abuelo con el bolsillo lleno de caramelos. El presidente del Gobierno era un señor que masticaba caramelos con una mandíbula de piedra de molino y que parecía dar migas a los pájaros en el escaño. Teníamos de presidente a un señor de esquinita de sol, de mus, de quiniela, de silla de barbería, de cacahuetes, de oficina de estilo Remordimiento (esos muebles como de sacristía o de consulta particular de médico de antes), de trabajo melancólico siempre con mancha de tinta y de lluvia en los puños, como un Pessoa español que nunca escribió. Rajoy, por no molestarse, ni siquiera se molestaba en parecer inofensivo. Lo parecía naturalmente.