La nueva ley de memoria democrática viene con lápidas en los brazos, como leyes de Moisés, y una pesantez arcillosa de desamortizaciones históricas, yelmos desenterrados y restauraciones escultóricas. Esta ley debería ser reparadora y pedagógica, pero es sobre todo irónica. No es que no nos venga bien una norma sobre memoria democrática, pero es que tenemos un vicepresidente que no cree en la ley, un presidente de memoria nula o reversible, y un paisanaje, entre los de la voluntad de la calle, los de los derechos de los territorios y los de las repúblicas de la raza, del muerto, del cafetín o de la chapita, que no tiene ni idea de qué es la democracia. Sólo hay que preguntarse cómo sería una ley de memoria democrática en el País Vasco. O en Cataluña. Seguramente, este Gobierno reparador y justiciero no podría aprobar los presupuestos, no podría defender las intervenciones de su presidente, no existiría siquiera si aplicara esa voluntad inequívoca y recta de respeto a los derechos humanos y a la dignidad de las víctimas y contra el enaltecimiento de los totalitarismos.
La democracia aún nos cuesta, aunque la palabra siempre brilla en los nombres, sea de verdad o no, como le brilla el “doctor” a Simón. La República Democrática Alemana era cualquier cosa menos democrática, y hasta en el franquismo se hablaba de democracia orgánica con ese tono radiofónico suyo de remate de cabeza. Aquí todavía se emplea la palabra entre hogueras de infieles y revueltas con adoquín. La democracia adorna no ya sarcasmos, sino contradicciones. En realidad, esta nueva ley se refiere a cómo manejar la memoria del franquismo, o sea todo lo contrario a su nombre. Pero si uno saca una ley sobre la memoria democrática, de alguna manera se reserva para sí la democracia. Esa ley no vende una reparación del franquismo, o no sólo eso, sino el muy ponible concepto de democracia, que también tiene su negocio de vestuario y banderones, como el olimpismo. Eso, aunque luego no puedas mantenerlo ante tus propios socios de Gobierno, de investidura, de moción de censura. Aunque no puedas mantenerlo ni de un telediario a otro.
Ojalá tuviéramos memoria democrática de verdad, desde las Cortes de Cádiz, con todo el talco de sus pelucas y de sus libros, como la tienen estadounidenses, británicos o franceses
Nuestra democracia, que lo es a pesar de tantos equívocos y tantos enemigos, debe sin duda contar con una ley para hacer pedagogía y reparación contra aquel fascismo criminal y ridículo de militarcillos confiteros y mamahostias. Todavía tenemos fundaciones franquistas, mesones franquistas y lagarteranas franquistas. Lo que pasa es que estos franquistas son muy pocos y la mayoría se fueron ya todos tras la momia volante de Franco, como globos de recién casados. Quiero decir que hay muchísimos menos franquistas de brazo enlutado que arios de manguito amarillo o de pistolón y bicha.
Se nos pide memoria de algo que hemos vivido poco y que la mayoría aún no entiende bien. La democracia apenas ha sido un paréntesis entre nuestras largas guerras de tribus, sectas o familias. Aún hoy, la democracia no sólo sufre carencias, sino ignorancia. Aún hoy, hay quien la contrapone a la ley (y están, insisto, en el Gobierno), quien la limita a su particular ideología y quien la otorga o la divide por opiniones o por origen. Ojalá tuviéramos memoria democrática de verdad, desde las Cortes de Cádiz, con todo el talco de sus pelucas y de sus libros, como la tienen estadounidenses, británicos o franceses. Pero hemos tenido poco tiempo de democracia, así que más que memoria tenemos flases y confusiones. En todo caso, esa voluntad de memoria tendría que ver más con cómo desarrollamos aquí esa todavía pobre cultura democrática, cívica, republicana (de lo público), que con enterrar tizonas gigantes y hacer arenilla de los coliseos franquistas que no le importan a nadie.
Ya sólo quedaban cuatro franquistas haciendo la misma corona fúnebre y el mismo puñito bordado de novia bordadora y siniestra, lo cual no es motivo para no hacer pedagogía contra una dictadura, claro. Otra cosa es convertir a Franco en una estrella de rock pureta cuando la gente no se acordaba de él o el que se acordaba lo empezaba a confundir con el Falla del billete de veinte duros. Esto es lo que hicieron primero Zapatero y luego Sánchez, desenterrar a Franco como a un Beatle para venderles a los millennials la democracia como descubrimiento suyo. Franco aún vende, pero no precisamente para los franquistas, que ya no hay.
Una legislación sobre la memoria del franquismo no es tan útil como una legislación que ya desde el nombre te haga demócrata a ti y a los que están contigo, aunque digan que esto es un Régimen corrupto, o que la gente amontonada vale más que la ley, o que el golpista, el mangante y aun el asesino requieren y merecen diálogo y pacto “democráticos”. Antes de dedicarle panteones y candiles a nuestra escasa memoria democrática, aún habría que asentar aquí la cultura de la democracia, que unos siguen interpretando a tiros, otros a pedradas, otros a empujones y casi todos como botín. Sánchez debería aplicar sus estándares sobre memoria democrática a Bildu, a Torra, a Iglesias. La memoria democrática, en el País Vasco, valiente. Claro que es más sencillo, más lucrativo y más cobarde hacerlo con momias filatélicas, osarios ululantes y estatuas condecoradas de mierda.
La nueva ley de memoria democrática viene con lápidas en los brazos, como leyes de Moisés, y una pesantez arcillosa de desamortizaciones históricas, yelmos desenterrados y restauraciones escultóricas. Esta ley debería ser reparadora y pedagógica, pero es sobre todo irónica. No es que no nos venga bien una norma sobre memoria democrática, pero es que tenemos un vicepresidente que no cree en la ley, un presidente de memoria nula o reversible, y un paisanaje, entre los de la voluntad de la calle, los de los derechos de los territorios y los de las repúblicas de la raza, del muerto, del cafetín o de la chapita, que no tiene ni idea de qué es la democracia. Sólo hay que preguntarse cómo sería una ley de memoria democrática en el País Vasco. O en Cataluña. Seguramente, este Gobierno reparador y justiciero no podría aprobar los presupuestos, no podría defender las intervenciones de su presidente, no existiría siquiera si aplicara esa voluntad inequívoca y recta de respeto a los derechos humanos y a la dignidad de las víctimas y contra el enaltecimiento de los totalitarismos.
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