La gestión de la epidemia ha sido un caos muy bien pensado. Quiero decir que el virus tenía que terminar inevitablemente en el caos que ya estamos viviendo, pero esta vez con el Gobierno muy tranquilo y apartado, pendiente del rastro de moneda sulfatada del franquismo, de la gran mesa de comedor de los jueces, de la corrupción de guateque de Aznar o de hacerle o no la moción de censura a Ayuso como perdonar o no a Baby Jane. Sánchez está tan tranquilo que los presupuestos de la posguerra los van a decidir los enemigos del Estado. Son ellos los únicos que pueden asegurarle el poder a la vez que su cartelón de antifascismo con Martini, así que ni Cs ni PP van a tener nada que rascar ahí, salvo que quieran regalarle a Sánchez la reverencia, una reverencia antinatural y grimosa, como ésa en la que entrenan a los caballos.

El caos ha llegado, como era previsible, ya que no había plan más allá del encierro medieval y el encierro medieval no es compatible con la economía ni con la cordura ni con la vida. El encierro sólo podía mantenerse durante un tiempo dramático, intenso pero breve, que se usó para la propaganda. Durante el confinamiento, curativo en sí como un beso de madre, el Gobierno parecía luchar desde un cuadro, con su presidente capitaneando el viento como Popeye, sus generales terrizos con sus medallones de sangre enlatada y su doctor Simón más como un monje crucífero que como un hombre de ciencia. Claro que la curva tenía que bajar con todo el país en casa al baño María. Lo que había que tener era algo para después. No lo había, o lo había pero no en el sentido que se podía esperar.

El plan comenzó con la desescalada, que era como una despresurización psicológica más que epidemiológica o económica. Pero faltaba un punto de inflexión simbólico, y es lo que se consiguió con aquella ceremonia con pebetero de plumón de ángel y círculos zoroástricos, que no fue por las víctimas sino por el virus. Una de las finalidades de los rituales es trazar fronteras en la vida e interiorizar los cambios, y la frontera no estaba en los muertos, ya más allá de toda frontera. Lo que se pretendió fue enterrar simbólicamente al virus, por eso les salió esa ceremonia de periquito muerto. Así, Sánchez declaró haber derrotado al virus, salió como con maracas para animarnos a salir y a disfrutar del verano, abrió las fronteras, puso de vigilante en Barajas a un cocinero/pizarra con menú del día, y dijo que ya todo dependía de las autonomías.

Llegaron tarde, infravaloraron la gravedad del virus, se decantaron por la gestión política y publicitaria (negar, minimizar, culpar a otros, maquillar datos o colgar mimos de los balcones como Santa Claus)

El caos ha llegado, inevitablemente, porque no había más plan. La gran pregunta es por qué no había plan. No es que Sánchez sea un malo con parche en el ojo, sino que el carácter y la manera de entender la política del sanchismo le hicieron cruzar demasiados puntos de no retorno. Llegaron tarde, infravaloraron la gravedad del virus, se decantaron por la gestión política y publicitaria (negar, minimizar, culpar a otros, maquillar datos o colgar mimos de los balcones como Santa Claus), fracasaron a la hora de encontrar y gestionar recursos materiales y humanos, y justo cuando tocaba pensar qué hacer tras el confinamiento, se dieron cuenta de que ya tenían que levantarlo o la ruina sería peor que el virus. La solución fue aceptar como inevitable el caos, pero en un escenario controlado, contenido políticamente. En esta situación estamos.

El caos era inevitable, pero incluso el caos se puede gestionar ventajosamente. El Gobierno sin plan entregó la responsabilidad a unas autonomías que tampoco tenían plan, por supuesto, como no lo tienen para una guerra con Marruecos. Sin plan y con menos recursos, ahora lo tenían que hacer todo mientras el Gobierno se iba por ahí de veraneo en lancha motora y volvía pensando en la politiquilla de toda la vida, hecha como con la chaqueta de Alfonso Guerra. El virus para el Gobierno es ya algo ajeno, forastero, casi exótico, como el paludismo o un conflicto en Suez. Sánchez puede volver a sus pactos aceitosos, a sus tratos colombófilos con la paz o el dinero, a tirar estatuas con el alma de cañón, o sea a hacer política de memoria, mientras sus enemigos se desgastan entre muertos, colas, huelgas, guetos de apestados y ambulatorios sostenidos con tiritas.

Sánchez no pudo con el virus, así que se unió a él. Ahora le sirve para sitiar Madrid, que vuelve a teatralizar toda la guerra de las ideologías en las merendolas de dioses y barberos de sus calles y azoteas. Ayuso tendría que estar pendiente de las empresas de aguas, de los cribados de colon o de los comedores escolares con su cocacola, no de solventar la crisis del siglo por su cuenta, solucionando ahora la inmigración, la pobreza y hasta la teletransportación con sus manos falleras de inaugurar paradores y polideportivos. Madrid ha vivido todas las guerras y todas las puñaladas en su barriga, porque es la capital y le toca siempre. Ahora, Sánchez dice que va a reunirse con Ayuso y es como si, en medio de esta guerra mundial, el Gobierno desembarcara en su capital en platillo volante, en submarino o en caballo de Troya, extranjero, invasor y traidor.

La gestión de la epidemia ha sido un caos muy bien pensado. Quiero decir que el virus tenía que terminar inevitablemente en el caos que ya estamos viviendo, pero esta vez con el Gobierno muy tranquilo y apartado, pendiente del rastro de moneda sulfatada del franquismo, de la gran mesa de comedor de los jueces, de la corrupción de guateque de Aznar o de hacerle o no la moción de censura a Ayuso como perdonar o no a Baby Jane. Sánchez está tan tranquilo que los presupuestos de la posguerra los van a decidir los enemigos del Estado. Son ellos los únicos que pueden asegurarle el poder a la vez que su cartelón de antifascismo con Martini, así que ni Cs ni PP van a tener nada que rascar ahí, salvo que quieran regalarle a Sánchez la reverencia, una reverencia antinatural y grimosa, como ésa en la que entrenan a los caballos.

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