Sánchez ya está en caballero cervantino, en refrán de dueña y en sabiduría de sacamuelas. Para ajustar cuentas con Iglesias, Sánchez saca El Quijote, que es como sacar el Cristo parroquial de nuestra cultura, sublime, santo, muy molido y siempre un poco de vieja. Aun siendo una gloria nacional, sacar El Quijote es de vieja, de hispanista coñazo o de Miguel Ángel Revilla cargado de viandas y pancetas de Sancho Panza. “Cervantes decía que la gracia está en la discreción. Pues eso, hay que ser discreto”, declaró el presidente después de perorar de monarquías y repúblicas y del histórico compromiso del PSOE con... ambas. El que tiene que ser discreto, aunque no lo será nunca porque si no se quedaría en un cenicero lleno de pelos ahí en la mesa del consejo de ministros, es por supuesto Iglesias. Iglesias está obligado a ser discreto y Sánchez a ser ambiguo, como una pareja verdaderamente de comedia o de manteo.

Sánchez ya está en bachiller alcalaíno y en ateneísta de panoplia. Yo creo que Sánchez saca a Cervantes igual que saca a Simón, o sea como triste y popular sucedáneo de la ciencia. Sánchez además lo ha citado mal, quizá porque el Quijote que más se conoce en España, como tantas otras cosas aquí, es apócrifo (ay, esa gente que te apuntilla con el “ladran, luego cabalgamos”). Lo que se dice en El Quijote es: “No puede haber gracia donde no hay discreción”. Pero se refiere a la gracia de aquel mayordomo de los duques que se burla de don Quijote y Sancho en varios episodios y con varias personalidades, como la dueña Dolorida. La gracia y la discreción son, pues, sólo la mala percepción del ingenuo embromado, o sea el efecto de una tomadura de pelo. Iglesias podría estar en verdad travestido en el Gobierno, y no por llevar moño de dueña Dolorida o tía Eduviges. Igual, el pueblo podría ser la España del sanchopancismo eternamente burlado. Quiero decir que a Sánchez y a Iglesias les conviene aparentar riñas simbólicas o filosóficas que contenten a sus parroquias y además les pongan por encima de esa vulgaridad del virus, que ya es cosa sólo de barrenderos municipales.

A Sánchez y a Iglesias les conviene aparentar riñas simbólicas o filosóficas que contenten a sus parroquias y además les pongan por encima de esa vulgaridad del virus

Iglesias saca la república como su crismón de ateo, Sánchez saca el franquismo como su carlismo inverso y obsesivo, y ahí están ellos con sus gigantes quijotescos y sus discusiones de jinetes aburridos mientras la gente está a la vida y a la muerte. Ya he dicho alguna vez que esa duda de si Sánchez se aprovechaba de Iglesias o era al contrario se ha resuelto en una conveniente simbiosis hipócrita. Iglesias está cómodo en su sillón de fraile y Sánchez está cómodo en su novela de caballerías. Iglesias hace como de revolucionario de camastro y Sánchez se ha reservado un papel entre justiciero universal y anfitrión pedante con el vino napoleónico y la biblioteca como un jardín italiano. Hasta con la epidemia, o sobre todo con la epidemia, Sánchez ejerce, como mucho, de ángel sobrevolador o de Caballero de la Blanca Luna que rescatará a Ayuso, desmayada entre el virus como entre ratones de damisela.

Sánchez está ahí, con sus citas de comensal, citas que son relleno o achicoria de la verdadera elocuencia. Parece hablar con la copa de balón en la mano y ese paladar amartillado entre el francés y el desprecio, mientras los demás tragan miseria. A Ayuso, por ejemplo, la quieren convertir ahora en una especie de María Antonieta, como si no se hubieran confinado antes por ahí pueblos queseros y comarcas enteras de barracones de temporeros, con toda su carga de clase igual que la de sus capachos. Pero Sánchez descenderá como esa anunciación para la que siempre posó Ayuso, mientras Iglesias le prepara la revolución vallekana que antes olvidó para ser burgués bohemio o ideólogo con dacha. No es que se peleen, sino que se reparten los papeles de la comedia corralera que están haciendo.

Sánchez sacó El Quijote como recurso de maestrillo e Iglesias sacó una conveniente pelea como un recurso de majo, como un pulso o un as de bastos españolísimo ahí en mitad de la pandemia, y que lo para todo igual que para el bar. Sánchez e Iglesias hacen como que riñen a través de los siglos, castizamente, sobre cosas eternas y simbólicas. Se complementan en filosofía y en silueta, ciertamente, de manera muy cervantina. Iglesias aireó una supuesta discusión con Sánchez por la marcha del rey emérito y resulta que eso los deja a los dos muy bien, a uno en su republicanismo de tomavistas y a otro en su sereno y neutral institucionalismo, como de Instituto Cervantes. Los deja a cada uno como en su propia estatua de Sancho o don Quijote, como el matrimonio disparejo que conforma España, como Tip y Coll o una pareja desigual de guardias civiles. A la gente, la verdad, la dejan como estaba, entre los piojos del virus y las moscas de la sopa. Hacen los dos más pareja de pícaros o de cipreses que de alegoría universal.

Sánchez ya está en caballero cervantino, en refrán de dueña y en sabiduría de sacamuelas. Para ajustar cuentas con Iglesias, Sánchez saca El Quijote, que es como sacar el Cristo parroquial de nuestra cultura, sublime, santo, muy molido y siempre un poco de vieja. Aun siendo una gloria nacional, sacar El Quijote es de vieja, de hispanista coñazo o de Miguel Ángel Revilla cargado de viandas y pancetas de Sancho Panza. “Cervantes decía que la gracia está en la discreción. Pues eso, hay que ser discreto”, declaró el presidente después de perorar de monarquías y repúblicas y del histórico compromiso del PSOE con... ambas. El que tiene que ser discreto, aunque no lo será nunca porque si no se quedaría en un cenicero lleno de pelos ahí en la mesa del consejo de ministros, es por supuesto Iglesias. Iglesias está obligado a ser discreto y Sánchez a ser ambiguo, como una pareja verdaderamente de comedia o de manteo.

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