Torra se irá como un realquilado, inhabilitado o quizá sólo desahuciado o transeúnte, con su vulgaridad de señor de paso, de sombra con sombrero por la desmedida pensión de provincias de la Generalitat. No ha sido ni presidente ni valido, sólo una especie de perchero de Puigdemont con el toque cómico de una intelectualidad de pregonero. Torra se irá pero antes tenía que dejar su maldición, su portazo, que es un portazo de insignificancia, como casi todos los portazos. El portazo, la maldición, tenía que ser contra Madrid, claro. Que los catalanes no vayan a Madrid, que Madrid no venga a los catalanes, que a las estaciones catalanas no lleguen los madrileños como maletillas con calentura de cocido, que a las estaciones de Madrid no llegue el catalán de buen paño, si acaso sólo el andaluz de hambre y alpechín.
Torra sale de escena con su estribillo, igual que el dúo Sacapuntas, o sea con un Madrid torero y putrefacto, tabernón de una aciaga españolidad fernandina. Madrid es España y España es Madrid, que curiosamente es lo que dijo también Ayuso entorchada y escorada de banderas como una barcaza de Virgen marinera. Torra cree en una españolidad infecciosa que puede venir o no con virus, pero que en cualquier caso es un borbotón de sangre como de toro, animal, poderoso y repugnante, que hay que evitar. El virus ha acrecentado todas las neurosis, también la nacionalista. Lo de la contaminación por la sangre, lo de las bestias con forma humana, tan de Torra, tan sanjuanista, tan loco, ya estaba ahí antes, pero ahora con el virus puede ser algo salubre, higienizante, cosa que lo hace aún más siniestro.
Madrid es la metáfora, como lo es la sangre, como lo es el mismo virus, como lo son los trenes, máquinas oníricas, artefactos penetradores, sexuales y enclavijados como los saxofones, con simiente de saliva y vida. Pero yo creo que Torra, como todo el nacionalismo, piensa como un chamán, con tabúes, tótems y huesecillos, y eso significa pasar de la metáfora a la magia. Parar España es parar Madrid, y parar Madrid puede ser parar sus trenes llenos de virus o de soldados o de enfermeras, todos con mandato biológico o bíblico de reproducirse. Parar los trenes de Madrid pero no de Pamplona no tiene especial sentido a menos que se le otorgue un efecto mágico.
Torra va a parar sólo los trenes de Madrid como se le hace un nudo a San Cucufato. Torra va a medir la temperatura sólo de los madrileños como se pesan las almas o los cerebros. Torra va a pedir que los catalanes no viajen a Madrid como se pide que no se toque a una menstruante. Y Torra habla de todo esto como ante un caldero, con su intelectualidad de pregonero de calçotada convertida en una intelectualidad de Rappel, al que se parece por casualidad o por sino.
Torra se irá pero antes tenía que dejar su maldición, su portazo, que es un portazo de insignificancia, como casi todos los portazos
La xenofobia atávica les sale como los sueños húmedos y enterrar Madrid les sale como enterrar una foto o una trenza. Torra ya estaba pendiente de cerrar Madrid, de insularizar Madrid, antes que de mirar por los hombres lagarto que se le escapaban por la Barceloneta. Madrid no es sólo Madrid, porque Madrid puede ser el Cinturón Rojo o puede ser una jerezana llegada en el tren de la vendimia como Arrimadas. En un momento dado, toda Cataluña podría ser Madrid, o eso les parece a ellos, que creen que la ciudadanía es cuestión de origen o de opinión sobre el origen. Madrid es un lugar sin origen y por eso Madrid es la enfermedad, es el Mal, es el Demonio con nombre siempre siseante de serpiente. Y se le exorciza con magia de palitroques y santeros quemando pelusa, que es lo que parece Torra, un santero vestido de encajitos como una curandera colonial.
Torra se irá pero antes tenía que dejar su portazo, su maldición y su huevo. Llegará otro parecido, intercambiable o indistinguible porque lo esencial es el mito, y seguirá con Madrid, con el estribillo torero, lotero o quejumbroso de Madrid. Madrid es una portería, Madrid es una ciudad mil leches, Madrid es bastarda y sana, sin razas ni misiones sagradas. Pero lo principal es que Madrid no importa, que los sitios no importan, que las patrias no adjetivan, que no tienen sangre pura ni enferma, que no se trata de majos contra castellers sino de la razón contra la magia y de la ley contra la tribu. Torra se irá como un feriante, como un pitoniso feriante, con sus manos blandas de oro, bichas, cartones e incensarios. Torra se irá pero la superstición quedará, enterrando trenes y voces, metiendo termómetros ideológicos en la boca o en el ojo, mirando la provincia o la opinión como cráneos o dentaduras, apartando la inteligencia, la democracia y la realidad como se aparta la enfermedad.
Torra se irá como un realquilado, inhabilitado o quizá sólo desahuciado o transeúnte, con su vulgaridad de señor de paso, de sombra con sombrero por la desmedida pensión de provincias de la Generalitat. No ha sido ni presidente ni valido, sólo una especie de perchero de Puigdemont con el toque cómico de una intelectualidad de pregonero. Torra se irá pero antes tenía que dejar su maldición, su portazo, que es un portazo de insignificancia, como casi todos los portazos. El portazo, la maldición, tenía que ser contra Madrid, claro. Que los catalanes no vayan a Madrid, que Madrid no venga a los catalanes, que a las estaciones catalanas no lleguen los madrileños como maletillas con calentura de cocido, que a las estaciones de Madrid no llegue el catalán de buen paño, si acaso sólo el andaluz de hambre y alpechín.
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