Irene Montero se está haciendo todo el circuito de hija de Julio Iglesias o algo así, que no pasa precisamente por ese Vallecas de burros muertos y barricadas de latas de sardinillas que Podemos describe y al que se siente tan cercano. Montero ha posado esta vez para Vanity Fair, una revista que les toma el pelo a todos o que nunca entendió la ironía de llamarse como la novela satírica que va de eso, de las vanidades de una sociedad de vuelillo, pose, ambición, desmayito y roña. En cualquier caso, Diez Minutos es una cosa de peluquería pero Vanity Fair ya es de clínica láser, así que Montero va ascendiendo como por una escalinata de vedete o una pirámide de Ferrero Rocher, mezclando el orgullo de barrio con gasa de diamante, al final más como Sara Montiel que como la Preysler.
Irene Montero ya es cosa, ya es una mujer zapatero o una mujer de recortable, con vestiditos con grapas, con su sitio de mujer como el sitio de una planta. Ya es justo todo lo que ha criticado, aunque ése parece ser el plan de su familia y quizá de su partido. La vanidad supera todas las contradicciones, y si no que se lo pregunten a Sánchez. Yo diría que la mujer cosificada es ésa que arde en sus vestidos o en su carne de manera que no se ve mujer sino llama. Igual en el hombre, cuando arde por su barba (dicen que la barba es el escote del hombre) o por su camisa abierta como por un golpe de atizador. Lo que pasa es eso, que Irene Montero está ardiendo en la revista, consumiendo a la ministra y a la persona y dejando un bastidor con botines y lanas y un ministerio como un mero fondo de terciopelo.
Montero siempre hubiera posado con bastante más naturalidad enVanity Fair que por Entrevías. Ahora, simplemente, ya puede hacerlo
La persona cosa es la persona combustible y consumible en aras de que se vea otro producto, que puede ser toda la piel o un pezón emparrado o un zapatito de muñeca o un cocotero de agencia de viajes. Puede ser incluso una ideología que te quieren vender eróticamente, como los helados. En realidad no hay nada reprochable en gustarse a veces como cosa, salvo que bases tu identidad y tu negocio en luchar contra lo que llamas mujer cosa, persona cosa o sociedad cosa. O sea que la ministra del heteropatriarcado con garrote y del capitalismo opresor luego se encuentra haciendo de jarroncito, de perchero, de lomo fresco o de muestra de tapicería, con una lista de marcas y cachemires como pie de foto. Y además, termina hablando de su maternidad de mamá osa, de sus sentimientos románticos, de infidelidades y de su concepto de pareja con frases de horóscopo, de animadora americana o de revista de Ana Rosa.
Lo que pasa con este tipo de posados que quieren mezclar moda, decoración y empoderamiento es que enseguida vemos que ya no hay ministra ni hay persona, sólo un maniquí de corsetería, una manga con el precio fuera, un pisapapeles de despacho o una fuente de chorrito. Y si nos empeñamos en ver a la mujer, lo que vemos es una fantasía de centro comercial, un reality de trapitos o de maquillaje, o una señorita con plumero que tiene el despachito muy limpio y mono. Vemos a una adolescente de fiesta de pijamas y trencitas, o vemos a una Pitita enseñando sus sofás como carruajes, o vemos a una Kardashian con ministerio. Vemos a la mujer de revista femenina a la que sólo le falta, después de decir que “el acceso a la belleza es un derecho”, explicar su receta favorita. O vemos, simplemente, a una pija desatada en el probador y en el “jo, tía”.
Ya no queda feminista comando ni queda tampoco ministra, en fin. No se imagina uno, por ejemplo, a Montoro o a Ábalos cambiándose cuatro o cinco veces de ropa para una entrevista, sino con una negra silueta en los periódicos, entre esquelas y convocatorias de cajas de ahorro. Sí me imagino a Sánchez, pero Sánchez está fuera de las categorías políticas y hasta sexuales, porque lo suyo es como el imperio de un narciso hermafrodita. Lo que hemos visto, eso sí, es al gineceo zapaterista posar en Vogue, lo recordarán. Al final va a ser esto cosa de mujeres, o por lo menos de mujeres de izquierda, las únicas que pueden ser feministas luciendo modelito y taconazo y mirada de pantera o de ama de casa perversa de Almodóvar. Si lo hace la derecha (Ayuso o Soraya), son frívolas y sexistas como azafatas de vuelta ciclista. Casi entiende uno mejor a las de Femen, con sus tetas como besugos de pescadería o pollos de pollería. Al menos en ellas no hay contradicción, ni riesgo de que las confundan con una portavoz del trifachito o con una marquesita en ropa de equitación. La verdad es que, a pesar de todo, no creo que Irene Montero caiga en contradicciones, ni siquiera que haya evolucionado con coherencia. Creo que lo suyo es una izquierda diletante de pijos que juegan a la revolución como al strip poker, con una rebeldía autoerótica y decadente. Creo que siempre hubiera posado con bastante más naturalidad en Vanity Fair que por Entrevías. Ahora, simplemente, ya puede hacerlo.
Irene Montero se está haciendo todo el circuito de hija de Julio Iglesias o algo así, que no pasa precisamente por ese Vallecas de burros muertos y barricadas de latas de sardinillas que Podemos describe y al que se siente tan cercano. Montero ha posado esta vez para Vanity Fair, una revista que les toma el pelo a todos o que nunca entendió la ironía de llamarse como la novela satírica que va de eso, de las vanidades de una sociedad de vuelillo, pose, ambición, desmayito y roña. En cualquier caso, Diez Minutos es una cosa de peluquería pero Vanity Fair ya es de clínica láser, así que Montero va ascendiendo como por una escalinata de vedete o una pirámide de Ferrero Rocher, mezclando el orgullo de barrio con gasa de diamante, al final más como Sara Montiel que como la Preysler.
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