Illa no parece un filósofo, sino un reverendo de la horca. Pero Ángel Gabilondo sí parece el filósofo que es, de ahí que no encaje en la política. Ángel Gabilondo es como un Confucio vasco que habla entre siestas como entre esas tablillas de caligrafía china escritas con patitas de pájaro. Dicen que no es político, que no hace oposición, no gusta a nadie porque parece un abad con cinturón de cuerda, que avasalla o cansa o aburre de humanidad o consideración o matices, ahí entre lóbregas parábolas hegelianas o quizá tomistas. Ahora, Gabilondo ha pedido que el Gobierno no intervenga Madrid, o eso se le ha entendido entre acotaciones. Más bien viene a decir que hay que llegar a un acuerdo, que no se puede tomar Madrid sin Madrid, como con Panzers. Gabilondo no sólo es un filósofo, sino que la política le ha cogido ya con una edad y unos trienios en los que las verdades salen solas, como pelos en las orejas.
Gabilondo no ha cesado como filósofo, aún es capaz de distinguir la verdad del sofisma y no puede defender eso de la toma sanchista de Madrid
Entre el sanchismo y la filosofía sólo puede quedar uno. Con Illa ganó el sanchismo, y por eso el ministro de Sanidad se ha quedado sólo en ese señor antiguo, con luto de brazalete, que está en la oficina dándole a la máquina de sumar como en una galera o una molienda de enfermedades, sufridores y fermentos. Si te coge Sánchez, un filósofo puede quedar en cochero de Drácula o en sastre de muertos. Zapatero cogió a Gabilondo para completar con profesionales un gobierno lleno de giraldillos simbólicos, mientras que Sánchez ha cogido profesionales para reducirlos precisamente a giraldillos simbólicos. Lo mismo un astronauta de caja de cereales para un ministerio/juguete que llevar al Ayuntamiento de Madrid a Pepu Hernández, que es como un Yoda del baloncesto. Gabilondo era otra apuesta fuera del escalafón orgánico, de la secta del partido/partido. Quizá pensaron que su pinta de abad de lomo ancho y alforja de libros competiría muy bien contra el PP muy deslucido por las corruptelas y el morbo frívolo. Gabilondo ganó, pero no pudo gobernar. Y tener a una especie de David el gnomo en la oposición no es igual que tenerlo gobernando.
Gabilondo se ha quedado ahí haciendo filosofía ateniense o vienesa, mientras el partido le pide contundencia contra una Ayuso que es una estampita de la derecha como una estampita de comunión. He visto a Gabilondo intentar explicarle a Ayuso qué es en realidad un pacto, casi con diagramas de Venn, y es lo que no entiende su partido ni la izquierda follonera, que Gabilondo esté con la potencia de los silogismos, con la lógica aristotélica, con el pesado ropón estoico en la mano y en la labia, ahí ante una damita de la derecha con ojos de nácar o de carey que Alfonso Guerra se ventilaría en un soplido, como un cirio procesional salomónico. He visto a Gabilondo empezar una entrevista diciendo “no es por ponerme hegeliano, pero conectado está todo”. Gabilondo es de esa gente que va llena de notas a pie de página como de dobladillos o de bolsillos o de lamparones. No se hace ahora política para esta gente, y ahí se ha quedado Gabilondo como el fantasma de un bibliotecario.
Gabilondo es un filósofo recolocado en la política como un santo en un desván, pero a lo mejor necesitamos un poco de filosofía ahora. Illa parece sólo un mayordomo entregando telegramas de guerra, con ruina o con muerte. Su filosofía se le ha ido toda y ya sólo dice frases de velatorio, en plan “no somos nada”, “quién lo iba a decir”, “la cosa pintaba mal” y tal, que es una filosofía de costurera o de mancebo. Pero Gabilondo no ha cesado como filósofo, aún es capaz de distinguir la verdad del sofisma y no puede defender eso de la toma sanchista de Madrid, una toma con pulsión troyana, entre la vanidad, la venganza, la ambición y la lujuria (Madrid es lujuriosa de poder y estatuas).
Estamos en una crisis sanitaria, económica e institucional que no tiene parangón, y ni siquiera es que estén intentando resolver esto “all’antica”, que decía Sollozzo en El Padrino. O sea, no es ya que nos vengan con el chascarrillo del mejor Guerra o el dóberman del agonizante Felipe, sino que el nuevo paradigma es que la verdad ya no existe o existe según me conviene, y no hay pudor en admitirlo. Es el paradigma del sanchismo. Sánchez, el gran sofista, se merece no sólo que le hagan frente las damas de la derecha con su mirada de celosía, recóndita y aparrada, o los liberales byronianos o afrancesados, o los conservadores de gañote de almidón, sino sobre todo la izquierda ilustrada. Aún hay un filósofo en el PSOE, menos mal, que nos aburre y nos esperanza y nos dice la hora real como con el reloj de Kant, y lleva el valor de la verdad, de la piedad y del sentido común a la gran sala de despiece de la política sanchista. El otro, Illa, ya no es filósofo. Ya es sólo un taciturno afinador de ataúdes como de pianos.
Illa no parece un filósofo, sino un reverendo de la horca. Pero Ángel Gabilondo sí parece el filósofo que es, de ahí que no encaje en la política. Ángel Gabilondo es como un Confucio vasco que habla entre siestas como entre esas tablillas de caligrafía china escritas con patitas de pájaro. Dicen que no es político, que no hace oposición, no gusta a nadie porque parece un abad con cinturón de cuerda, que avasalla o cansa o aburre de humanidad o consideración o matices, ahí entre lóbregas parábolas hegelianas o quizá tomistas. Ahora, Gabilondo ha pedido que el Gobierno no intervenga Madrid, o eso se le ha entendido entre acotaciones. Más bien viene a decir que hay que llegar a un acuerdo, que no se puede tomar Madrid sin Madrid, como con Panzers. Gabilondo no sólo es un filósofo, sino que la política le ha cogido ya con una edad y unos trienios en los que las verdades salen solas, como pelos en las orejas.
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