En la reunión del Gobierno catalán habían dejado una silla vacía, la silla de Torra, una silla con presencia, temperatura y admonición, como la de un abad muerto. Pero Torra ya era la silla vacía de Puigdemont, y éste la de Mas, y éste la de Pujol. Son más que nada una sucesión de sillas vacías, de hombres evaporados ante un gigantismo de mitología que les aplasta como el retablón alegórico de Tàpies que decora la sala. Lo de Tàpies, en realidad, es como si en Madrid se adornaran con esos estancos como puertas de toriles que pintaba Alcain. Tanta alegoría borra pronto a los hombres, más a los hombres como Torra, que parece que están ahí para aguantar la escalerilla. Torra sólo venía a hacerle el recado a Puigdemont, como a echarle la primitiva, y ahí se ha consumido, esperando un tabaco que no hay en el estanco de Tàpies, con su pintura de repellado y humedades.
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