En la reunión del Gobierno catalán habían dejado una silla vacía, la silla de Torra, una silla con presencia, temperatura y admonición, como la de un abad muerto. Pero Torra ya era la silla vacía de Puigdemont, y éste la de Mas, y éste la de Pujol. Son más que nada una sucesión de sillas vacías, de hombres evaporados ante un gigantismo de mitología que les aplasta como el retablón alegórico de Tàpies que decora la sala. Lo de Tàpies, en realidad, es como si en Madrid se adornaran con esos estancos como puertas de toriles que pintaba Alcain. Tanta alegoría borra pronto a los hombres, más a los hombres como Torra, que parece que están ahí para aguantar la escalerilla. Torra sólo venía a hacerle el recado a Puigdemont, como a echarle la primitiva, y ahí se ha consumido, esperando un tabaco que no hay en el estanco de Tàpies, con su pintura de repellado y humedades.
Torra era esa silla más que él mismo. Con su pinta de jefe de carteros, seguía siendo el presidente de una Generalitat que cuenta sus presidentes desde Noé. Torra no era un político, sino un propagandista, un poetastro de la raza, un asomadizo de balcón y domingo, un culturetilla de régimen con pluma mojada en tópico de mesón, ojal de preboste y rímel averrugado de dama ferrusoliana. Llegó a la Generalitat, ese banco de Noé y ese estanco con goteras de Tàpies, para hacer propaganda romántica de suicida y de pastorcita, que es lo que es Puigdemont. Cataluña ya no estaba para hacer política, para gestionar nada. Todo era una guerra simbólica y Torra lo hacía muy bien porque era como un gordito de cosplay. O sea que se enfrentaba al Estado embutido de plástico amarillo, entre superhéroe y Pikachu, y animaba a los jovenzuelos a que “apretaran”, y parecía tocar la botella de anís en esos aquelarres con llamas de cucañas, estandartes y somieres. Lo que se esperaba de él.
Torra estaba condenado a la melancolía como a la miopía o a la mediocridad
El independentismo es básicamente melancólico y masoquista, vive de celebrar las derrotas y de volverlas a planear todavía con más entusiasmo, así que Torra encontró una forma sencilla y muy privada de sacrificio: confesar ante el Tribunal Supremo y luego acusar al Estado de conspiraciones contra su persona y sus derechos. Su discurso de despedida fue como una fantasía del propio entierro. Había caído contra el opresor, había llegado hasta donde había podido, que es siempre ningún sitio, y ahora se retiraba como a ser otra constelación en el cielo indepe, como el Rey León. Deja la silla vacía, la silla mitológica, la silla inabarcable que sólo fue abarcable con Pujol, que entendió que lo primero era la pela, hacer patria en el bolsillo del chaleco, y luego ya se vería.
Torra estaba condenado a la melancolía como a la miopía o a la mediocridad. Los melancólicos son seres circulares en la tristeza, en los lugares y en los lametazos, como los perretes. Y a la melancolía vuelven con el 1-O. El 1-O es otra estación de penitencia a la que ir con sus llagas de cera y sus lágrimas hechas ya postillón, con sus mártires como cojos de aseguradora y su democracia de abuelas con el táper volcado. Son ya como una religión, haciendo platería de la sangre y victimismo de su dominio. A ellos, que han usurpado todo lo público en Cataluña y han marcado, acosado o expulsado al discrepante, resulta que les ha robado la democracia un guardia.
Torra estaba condenado a la melancolía, tanto que se condenó él mismo melancólicamente. También está condenado a la melancolía todo el independentismo, tan paleto como esnob, tan presumido como antiilustrado, tan antimonárquico como antirrepublicano. A la melancolía volverán una y otra vez, porque nunca podrán conseguir su republiqueta fuera de la ley, y si la consiguen mediante la ley, ya no será su republiqueta soñada, ortodoxa y limpia, impuesta por simple derecho histórico, sino una concedida por las leyes españolas, degenerada, mestiza y democrática. Entonces sí serían como una colonia. Esto los enardece y los consume.
Sánchez, que los conoce, les dará más melancolía, o sea más alimento, más combustible. Uno preferiría que el Estado fuera más pedagógico y práctico, porque una democracia no puede tolerar que la debilite una excrecencia totalitaria, una isla sin ley. Pero así es Sánchez. Les dará sus presos, o sea más melancolía, y les dará esperanza, o sea más melancolía, esperanza que no llegará a nada por supuesto, o sea más melancolía.
Torra, melancólico y agotado como de tocar la gaita nacionalista sin parar, se va. Quizá alimente aún su martirio comodón por tribunales europeos o sociedades gastronómicas. Sólo fue uno que venía como con el mechero o la navajita de Puigdemont, una herencia ridícula pero simbólica, como entre gente de bandas. La silla de Torra la dejaron vacía, como si de verdad fuera la silla de Noé y todavía lo esperaran. Quizá es una buena manera de definir el independentismo. Una silla siempre melancólica y vacía, como el cielo. Y, alrededor, glorias chorreantes y funcionarios de juego de la silla de esa melancolía.
En la reunión del Gobierno catalán habían dejado una silla vacía, la silla de Torra, una silla con presencia, temperatura y admonición, como la de un abad muerto. Pero Torra ya era la silla vacía de Puigdemont, y éste la de Mas, y éste la de Pujol. Son más que nada una sucesión de sillas vacías, de hombres evaporados ante un gigantismo de mitología que les aplasta como el retablón alegórico de Tàpies que decora la sala. Lo de Tàpies, en realidad, es como si en Madrid se adornaran con esos estancos como puertas de toriles que pintaba Alcain. Tanta alegoría borra pronto a los hombres, más a los hombres como Torra, que parece que están ahí para aguantar la escalerilla. Torra sólo venía a hacerle el recado a Puigdemont, como a echarle la primitiva, y ahí se ha consumido, esperando un tabaco que no hay en el estanco de Tàpies, con su pintura de repellado y humedades.
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